Por Víctor Gómez. El 1 de julio de 1909, cuando despuntaba la madrugada, nacía Juan Carlos Onetti. En Montevideo, o más bien en el Río de La Plata, llegaba al mundo uno de los grandes narradores de la lengua castellana del siglo veinte, y de un poco más allá y acá también.
Nadie se lo banca. Nadie, ninguno, nunca. Duro, complejo, cuando no áspero hasta un extremo que es eso duro y complejo a un mismo instante y más. Así sucede cuando a uno se le ocurrió, y ocurre, leerlo, meterse en sus historias, volver, dejarse ser y estar en una noche pueblerina, con el río cercano, bien fresco y oscuro, cargado de recuerdos, quizá de un sencillo paraíso perdido, que en su brevedad define para siempre el destino de mujeres y hombres. En Santa María, dónde sino. Y en la gran ciudad de vez en cuando, como un acto reflejo de las luces, de lo que se quiso hacer y no se quiso, por propia voluntad o por no ponerse a poder.
Nada o algo, apenas, fue tanto también, y tampoco tanto como se cree, como se tiñe en ese mismo recuerdo mencionado que volverá en cada ocasión. Es, parece ser – y al final es- un acertijo irremediable e imposible. El hombre y su obra. El andar, la vida, las horas de una estadía corta, pensada hasta el hartazgo, sentida con desencuentro, con un no llegar a tiempo, porque no se puede, o porque así de simple sucede, aunque seremos, y somos, testarudos, en la estupidez y la esperanza.
Si hubo y hay ternuras, hay que desandar hasta entonces un camino que no alienta a seguir en la búsqueda, que nos encuentra en un hoy más que a contramano y todo el tiempo. Ni triste, ni solitario, ni final, solo Onetti. El plagio de Faulkner, dijo alguno. Él, que sin risa, no diría nada. Leer, escribir y alguna sentencia. Algún otro pensará que fue y es un rioplatense en estado puro, o existencia y ya, mansa y bravía, cargada de matices o grises, pero en mayor medida y siempre pintada de oscuridades.
Por suerte, o porque no queda otra circunstancia, ya pasó el aniversario del centenario del nacimiento del escritor. Es recurrente que cuando se cumple en números redondos se tire la casa por la ventana con homenajes, citas célebres y grandilocuentes, aunque poco se sepa del homenajeado, o hasta se lo deteste en vida, porque con la muerte, claro, ya se lo va queriendo. Y algo de eso le paso a Onetti, como cuando regresa la democracia a Uruguay, por pelea y por cansancio, y le llega al tipo una invitación para la asunción del nuevo presidente –Julio María Sanguinetti-. Tajante, solo dirá que no, que nada quiere saber con volver al país donde todavía manda un general. Así fue, así era. Pero eso, claro, es del más acá. Porque más allá, antes, ya venía siendo Onetti, desde el 1 de julio de 1909, Onetti y sus circunstancias, en plena noche, al costado de la madrugada.
“Ahora. No estoy disparatando, piense en la palabra ahora. Puede ser un segundo y todos los pedacitos de tiempo y de cosas que puede haber en un segundo. También puede ser, ahora, el estado de alma, lo que sentimos de la vida, cada uno.” Se dice en Para esta noche cuando los hombres son una persecución en medio de una guerra, o de la masacre franquista que nadie asume como tal. Porque Onetti, en su crudeza literaria y personal, pensaba en otra historia con mundos mejores.
Fácilmente, lo han puesto en el lugar de los olvidados, en el rincón de los malditos. Y él se ha dejado y se deja estar ahí, riéndose sin reír, de nuevo, oteando el horizonte de las estampas y etiquetas como una sencilla farsa, necesaria ante las incertidumbres de una vida que se va gastando, cuando no cayendo a pedazos.
“Vos acordate aquello que decían los chinos -yo creo que los chinos no decían eso, pero el viejo se lo había inventado para darle prestigio a lo que decía-; las únicas palabras que merecen existir son las palabras mejores que el silencio”, cuenta Galeano que le dijo Onetti, frente a la avidez de sus primeros pasos como escritor. Para desanimar o desafiar, en unos cuantos de sus libros Onetti ofrece una economía de decires que se aproxima a esa especie de máxima, sin que nunca se terminen esos decires. Llegan tiempo al tiempo, como sabiendo que esto es tan extenso como finito. Por esto mismo, quizá, repetía que escribía porque era un acto amoroso que le daba placer, haciéndolo para si mismo, para su vicio, para su propia condenación.
En relación a la escritura circula, en tiempos como estos, no tan antiguos, una especie de decálogo de Onetti sobre qué hacer y no a la hora de escribir. Aún siendo cierto ese listado, como datos personales, de color, sobre su vida, no sumarían demasiado tales cuestiones –y tal vez por eso no se enumeran acá-, sino se intenta ir hacia el centro y esencia de Onetti, que es toda su obra. Desde “Tierra de nadie” y “El Pozo”, hasta “El astillero”, “Tiempo de abrazar” y “Juntacadáveres”, -con todas las intermedias que parecen unirlas con hilos bien visibles, como “Los Adioses”, “Para una tumba sin nombre”, “La vida breve”, “Dejemos hablar al viento”-, Onetti muestra y encuentra en plena oscuridad. Tan así de sencillo como imposible sucede, para que al mismo tiempo se lo marque o tilde con esa idéntica tinta. Por pereza, o pura conciencia burguesa, que nada quiere que esté alejado de una sepulturera tranquilidad, dejarlo ahí, con aire e ideas de pesimista parece ser la receta fácil para inocular la revulsión que provoca.
En Onetti una semblanza, ni siquiera un sucinto recorrido es posible, y ni siquiera es recomendable. Repleto de esas oscuridades zigzagueantes, bordeando los bordes y un poco más allá, como los mismos ríos que lo contemplaron, es que ocurre. El río y unos cuantos senderos se dan como protagonistas silenciosos y omnipresentes de sus historias, iguales que Brausen, Díaz Grey, Larsen, y las firmas que vayan siguiendo. Ellos pensarían como él, o al menos sabrían que era muy niño cuando descubrió que la gente se moría. Eso, dijo una vez, nunca lo había olvidado, estando siempre presente.
También mencionó, en esa u otra ocasión, de manera dulce casi, el cruce entre la gran ciudad y el pago chico y entrañable. Textual, dijo: “yo viví en Buenos Aires muchos años, la experiencia de Buenos Aires está presente en todas mis obras, de alguna manera; pero mucho más que Buenos Aires, está presente Montevideo. Por eso fabriqué a Santa María. Si Santa María existiera es seguro que haría allí lo mismo que hago hoy. Pero, naturalmente, inventaría una ciudad llamada Montevideo.”
Llegó un día como hoy de hace ciento cuatro años. Fue publicitario, bibliotecario, periodista, amante rabioso –de varias y de la poetisa más hermosa-, tomador de vinos malos –cirróticos de inmediato-, y otra serie de seres y cosas que antes que enumerar quizá resulte mejor seguir pensando aquello de que solo merecen ser dichas aquellas palabras más dignas que el silencio. O en todo solo dejarlo a él y más que contarlo, leerlo.
Ah, mencionar, aquello de que pasó los últimos diez años de su vida acostado, tirado en un cama es anécdota, repetir lo repetido sin ver en todo caso, un poco el mundo como Onetti lo veía, consecuente, realista, en estado puro. Mejor leerlo entonces, seguirlo, llegar y volver a él: “Cada uno acepta lo que va descubriendo de sí mismo en las miradas de los demás, se va formando en la convivencia, se confunde con el que suponen los otros y actúa de acuerdo con lo que se espera de ese supuesto inexistente.”
Todo conspira siempre, pero eso, al menos de momento, lo pone a uno testarudo, inquieto, más perro. Onetti lo supo, y así, sin más, la vida se le fue en ello.