Por Agustina Sutil. Primera de tres entregas sobre la (tensa) relación entre artistas e intelectuales y las organizaciones de la nueva izquierda en los 60/70, a partir del caso de la política cultural del Partido Revolucionario de los Trabajadores.
Corrían los últimos años de los sesenta y primeros de los setenta, y Argentina – al igual que el resto de Latinoamérica y el mundo- se caracterizaba por la irrupción del sujeto joven, de las mujeres en la vida pública y, a su vez, por un uso ascendente de la violencia en el plano de la política.
Enmarcado en ese contexto se fundó, en 1965, el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), a partir de la fusión entre Palabra Obrera -organización trotskista liderada por Nahuel Moreno- y el Frente Revolucionario Indoamericano Popular (FRIP), cuyo máximo dirigente era Mario Roberto Santucho.
Durante su V Congreso, en 1970, se definió la conformación de su brazo militar: el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). El mismo se basaba en una concepción de ejército de masas, buscando “incorporar a la lucha revolucionaria no solamente a los elementos de vanguardia con definición ideológica marxista revolucionaria, sino a todos aquellos compañeros dispuestos a la lucha en contra del imperialismo, en contra de la explotación, independientemente de su filiación ideológica y aún de su filiación política, aquellos compañeros dispuestos a la lucha en contra del imperialismo, en contra de la explotación”.
El PRT-ERP tenía como estrategia para la articulación de los diferentes sectores de la sociedad la conformación de frentes de masas. Los mismos funcionaban tanto para la realización de actividades como así también para generar una articulación a nivel internacional. De esta manera, al partido político y al ejército revolucionario se sumaban, entre otros, el frente político y la organización sindical.
Sin embargo, recién en el año 1968 se concretó una estrategia en materia cultural, a partir de la conformación de una organización dirigida a intelectuales y artistas, sectores de la población que, en épocas en que la discusión política estaba a la orden del día, comenzaba a debatir sobre cuál era su rol en la sociedad. De esta manera nació el Frente Antiimperialista de Trabajadores de la Cultura (FATRAC).
A diferencia de otras organizaciones de la nueva izquierda que no supieron -o no se propusieron- generar políticas específicamente culturales para intervenir en el campo artístico, y teniendo en cuenta la variación de las posturas acerca del vínculo entre artistas y organizaciones armadas, el FATRAC fue la excepción que tuvo entre sus actividades distintivas las intervenciones en el espacio público (como los disturbios en la ceremonia del Premio Braque en 1968), expresiones artísticas callejeras que eran pensadas como una experiencia estética con objetivos y consecuencias políticas.
A su vez, participó en espacios de coordinación del mundo del arte y la intelectualidad, como fue Cultura ’68, denunciando siempre el imperialismo cultural y a aquellos/as integrantes del campo científico que colaboraban en investigaciones promovidas por empresas de capital norteamericano y transnacional.
A comienzos de los ’70, un nuevo elemento se sumó a las expresiones políticas de la nueva izquierda: los colectivos de cineastas. Los mismos, teniendo una trayectoria previa de trabajo, decidieron integrarse a partir de la necesidad imperante de construir un discurso histórico con el cual legitimar su presente y la radicalización de la lucha de clases. Tal fue el caso de Cine de la Liberación (1969), ligado a Montoneros y conformado a partir de la exhibición en barrios populares de La hora de los hornos -de Pino Solanas-, y Cine de la Base (1972/73). En este último caso la relación era con el PRT y el film proyectado Los traidores, de Raymundo Gleyzer.
Estos hechos tuvieron como consecuencia un cambio radical en las concepciones cinematográficas vigentes hasta ese momento, y en la forma de entender el rol de artistas e intelectuales en un contexto de creciente radicalización de la lucha social.