Por Leonardo Candiano. Relato de un posible despertar habanero.
En la calle 25, entre 6 y 8, Manolo en su escuálida figura barre todas las mañanas el umbral de baldosas rojas de su casa de El Vedado. Con escoba y parsimonia, que en ese momento del día vienen a ser casi una misma y sola cosa, tropieza recuerdos más o menos transformados por la memoria o, lo que vendría a ser algo parecido aunque bastante más preciso, reconstruidos por la imaginación.
Así, de pronto, sus años combatiendo en Angola fueron dos o fueron cinco, sus viajes a la Unión Soviética desde Luanda, cada quince días o cada dos meses; su estadía instruyéndose en el manejo de baterías antiaéreas, en Moscú o en Leningrado, sus pingadas en medio del África, varias o un par. Pero los detalles, a diferencia de lo que suelen encerrar la mayoría de las veces, no son más que eso en esta oportunidad: naderías, insignificancia, rinconcitos de sombra en un manto de luz que cubre una vida como si alumbrara un mundo por venir, porque lo cierto es que todas esas mañanas, al remover la tierrita y las hojas resecas y amarillentas acumuladas por la brisa de la noche en el patio en el que comienza su casa, Manolo vuelve a transcurrir sin vértigo por esos trechos de vida trashumante que le pertenecen.
Manolo narra esas historias como si fuese un artista. El recuerdo le resulta una especie de hilo bien fino que a trasluz ni se puede ver aunque se intuye y resulta lo único que lo adhiere a todo eso. Comprende que no puede recuperar lo que permanece atado del otro lado del piolín aunque tire y tire una y otra vez. Entonces lo matiza, lo relata, lo reinventa, lo construye de palabras, o sea, se contenta con aproximaciones. Parece desandar un camino en cada barrida a través de aquel dicho del entrerriano Juanele que un día me comentó el polaco y que me hizo morir de la risa: “inventá todo lo que quieras, nene, pero por favor, no tergiverses”. Y es más, si me corrés te digo que las suyas no son simples evocaciones, son más que eso, quizás sean algo así como reminiscencias, y esa escoba bien puede ser un fusil con el que hay que tener cuidado porque tiene roto el seguro, o una escoba igual a esa pero que limpia los pasillos de la comandancia en medio del castillo del morro allá por el año `61, cuando esa figura era un oficial así de escuálido pero con un andar menos encorvado, que se erguía definitivamente al sentir cerca la voz de un jefe con acento sudamericano que aún hoy guía sus pasos.
Ahora apenas lo diviso sentado en el comedor que empieza ni bien cruzo la tela que hace de puerta de mi pieza. No es que el cuarto no tenga puerta, pero a esa hora de la mañana la suelo dejar abierta para que la brisa que fue y vino juntando polvo por el patio me refresque en su rumbo hacia la claraboya. Y aunque poco lo distingo desde acá, desde esta silla donde ayer me mandé un congrí con un guarapo de caña del que me va costar un tiempo largo olvidarme, puedo escucharlo en su ir y venir de sandalias arrastradas por el fango cerca de Ondjiva o de Mavinga, o en el apresurado paso de sus zapatos lustrados por las calles de Boyero, en una carrera desesperada hacia la guagua que lo deja donde se construye el futuro Parque Lenin bajo la directa supervisión de Celia Sánchez Mandulay, ahí nomás del zoológico municipal.
Pero no, resulta que no, que no está en ninguno de esos tiempos ni lugares, porque está en un patio cualquiera de una calle más de un país que no se compara con ninguno, a unas cuantas cuadras de ese malecón que como puede resiste las embestidas del mar, un antiguo pero obstinado y tozudo malecón que todavía aguanta.
Y en este momento me doy cuenta precisamente de eso, de que Manolo está acá en verdad, a un par de pasos, porque me continúa la conversación que iniciamos la noche anterior, no recuerdo bien si bajo los efectos del congrí, los del guarapo o los del ron que se apareció después no se sabe bien de dónde, justo cuando por el canal 4 veíamos que el picheo de los santiagueros había comenzado a fallar y un jonrón del que parece ser la figura de Las Tunas los eliminó del campeonato de béisbol para todo el año.
-Todos se preguntan cómo los americanos nunca pudieron con Fidel –me dice-, con sus armas nucleares a montones, con su dinero para comprar a medio mundo, con su tecnología para fabricar las mejores armas, con sus tanques, sus aviones ultrasónicos, sus satélites que desde el aire le siguen el paso, cómo con todo eso nunca pudieron con él, y es que Fidel puede no tener nada de eso, compadre, pero tiene razón… Sí, sí –y mientras lo dice yo no lo veo porque sigo sentado en el comedor y él está barriendo el patio, pero le imagino la sonrisa tímida en los labios, queriendo tapar una dentadura venida a menos, y el vaivén de su cabeza hacia delante y hacia atrás ratificando esas palabras como cuando se enuncia una certeza-, tiene razón… en lo que dice y en lo que hace… Por eso no pueden ni van a poder con él, porque Fidel puede no tener ninguna de esas cosas, pero tiene razón, le digo. Y contra eso… contra eso no se puede.
Y la última frase sonó más abierta y más fuerte, casi casi como si fuera un grito, como dicha mirando al cielo, con la escoba en la mano seguramente, ya sin barrer. La voz, sola, puesta al aire.
Y yo no sé si será por querer creer mágicamente en la razón que tuvieron tantos otros también y sin embargo no pudieron, o por el tono que le imprimió Manolo a esas pocas y concretas palabras, o por el CDR Nº 6 Pedro Gutiérrez que queda justo enfrente y que distingo del otro lado del portón ni bien me pongo de pie y comienzo a caminar hacia el patio, mate en mano para ver si esta vez se lo puedo hacer probar al dueño de casa, pero la verdad que un poco me convence. Mientras me le voy acercando como arrastrando los pies por culpa del fango de Ondjiva o de Mavinga y lo veo repitiendo su última frase en un susurro, Manolo me convence.