Por Matías L. Marra. Michael Haneke es por excelencia el director que ha reflexionado en sus films largamente sobre la violencia de nuestros tiempos. Pero su último filme, Amour, que se estrena hoy, va en el sentido contrario. Se hace necesario reflexionar sobre la ética de la representación y la mirada violenta.
Hoy se estrena en Buenos Aires Amour, la última película del austríaco Michael Haneke. Haneke viene trabajando desde fines de la década de 1980 en Alemania. Toda su brillante filmografía está atravesada por preguntas sobre la violencia. ¿Qué hace que una sociedad sea violenta? ¿Por qué no puedo entender al otro? Esas preguntas, al tratarse del lenguaje audiovisual, pueden pensarse más allá: ¿Cómo represento la violencia? ¿Cómo construyo al otro?
El maestro Haneke es un gran exponente del cine contemporáneo. La representación de la violencia viene dada por un compromiso en la búsqueda de un espectador activo, que reflexione políticamente frente a la pantalla. Haneke busca inquietar desde su lugar como realizador.
O buscaba. Amour, filmada en Francia y en francés, opera en el sentido contrario. Antes que una representación de la violencia, es válido referirse a este film como una violencia en la representación.
Una pareja de ancianos, interpretados por los celebérrimos actores Jean Louis Trigtinant (Z) y Emmanuelle Riva (Hiroshima mon amour), viven en la normalidad de la burguesía culta francesa. Una mañana, ella se queda un momento en silencio, ausente. Él le grita, ella no responde. Ella tuvo un ACV, que le paralizó la mitad de su cuerpo.
La noche que regresan del hospital, cuando ella está acostada en su cama, los ancianos hablan sobre un libro. Ella, que sólo puede usar un brazo, le pide a su esposo que salga de la habitación. “No te quedes a ver cómo sostengo el libro”, le dice. Él se va. Pero la cámara se queda.
Aquí empieza este sometimiento al espectador. No se trata de negar lo que efectivamente sucede: las personas pueden enfermarse. Sin embargo, la forma en que se ha orientado la mirada, es completamente abusiva. La cámara se mete en lugares respecto de los que incluso uno de los personajes le dice a otro: “Nada de esto merece ser mostrado”.
La ética de la representación es una discusión eterna. Cuando Kevin Carter ganó el Pulitzer con su foto del niño africano aguardado por el buitre, cuando los fotógrafos entraron a la estación el día que mataron a Darío y Maxi. Las situaciones son infinitas. ¿Qué debe hacer el fotógrafo?
En Amour no estamos ante personas reales, pero la discusión es la misma. ¿Hasta dónde es legítimo mostrar? ¿Hasta dónde es legítimo que la cámara se meta? En un momento, una enfermera le pone delante a la anciana un espejo. La anciana se niega a mirarse. Se niega a representarse. Pero la cámara insiste. Es así como la vemos en situaciones como mientras la bañan, mientras le ponen un pañal, mientras la alimentan.
El punto más alto de esta violencia en la representación está cuando los ancianos (ella ya con grandes dificultades en el habla) cantan “Bajo el puente de Avignon”.
Amour es efectivamente una historia de amor. Nadie puede negar el amor incondicional del anciano que cuida por su esposa. Pero la mirada abusiva que ha llevado adelante Haneke es todo lo contrario al amor. Es la violencia.
Amour ganó en 2012 la Palma de Oro, el premio más importante del Festival de Cannes. Está nominada a cuatro premios Oscar, que se dan este domingo, y es muy probable que gane el Premio a Mejor Película en Habla no Inglesa y a Mejor Actriz (Emmanuelle Riva).