Por Ezequiel Adamovsky. Con esta entrega retomamos la serie de Fragmentos de historia popular* que veníamos publicando en Marcha mensualmente hasta diciembre de 2013. Esta vez, nos centramos en las luchas sociales en el campo argentino.
Tanto las luchas sindicales como las corrientes políticas del naciente movimiento obrero colaboraron con la organización de la resistencia también en zonas rurales. En algunas de las fronteras en las que fue penetrando el capitalismo en su expansión -sean las selvas al nordeste o las montañas y estepas patagónicas al sur- la población, aislada y dispersa, con frecuencia se encontró a merced de poderosos patrones o empresarios-aventureros que se manejaron con total impunidad.
Con el visto bueno o la colaboración activa del Estado, se produjeron allí algunas de las masacres más espantosas. En algunos sitios, como la lejana Tierra del Fuego, los buscadores de oro y los estancieros que se fueron estableciendo a fines del siglo XIX decidieron deshacerse de la molestia que significaba la población indígena mediante el homicidio sistemático. Algunos estancieros y sus matones a sueldo se hicieron famosos en el cambio de siglo como “cazadores de indios”. Diezmados, los Selk’nam se extinguieron allí rápidamente con el correr del siglo. En pocas décadas se hizo desaparecer un pueblo milenario para hacer lugar a las ovejas.
En el otro extremo del país la situación para los aborígenes no era mucho mejor. En 1884 y de nuevo en 1911 el Estado nacional había enviado a la región chaqueña expediciones militares para someterlos. Hasta entonces los pobladores originarios vivían allí de la caza, la pesca y la recolección, del comercio de algunos productos y de los salarios que obtenían en empleos ocasionales. El objetivo de las expediciones, tal como lo manifestaron sus promotores, fue el de limitar las posibilidades de sustento libre de los indios. La idea era quitarles acceso a ríos y bosques, como para que se vieran forzados a trabajar para los colonos y las empresas de la zona.
En los años veinte hubo un gran auge del cultivo del algodón en el Chaco. Los que se dedicaron a ese negocio necesitaron cantidades crecientes de peones. Para difundir entre los indios los conocimientos que involucraba la cosecha algodonera, en 1924, bajo la presidencia del radical Marcelo T. de Alvear, el Estado promovió la siembra de algodón en la reserva indígena de Napalpí. Pero además, para garantizar que los tobas y otros grupos étnicos de la zona también se emplearan como mano de obra al servicio de los blancos, les prohibieron desplazarse a las provincias del noroeste, donde solían emplearse estacionalmente en la zafra, que pagaba salarios un poco mejores.
Eso fue la gota que rebalsó el vaso. En mayo de ese año, indios de varias partes del Chaco descontentos por esa prohibición y por otras varias injusticias se reunieron en Napalpí. Haciéndose eco de las luchas del movimiento obrero, decidieron declarar una “huelga general”: los peones se negaron a trabajar y los campesinos dejaron de sembrar cultivos comerciales. Durante la huelga mantuvieron con los colonos algunos enfrentamientos de baja intensidad. Para apaciguar los ánimos, el gobernador prometió atender los reclamos. Pero como sus promesas quedaron en la nada, pronto volvieron las reuniones a Napalpí.
Además de inspirarse en las formas de acción del movimiento obrero, los indios venían recurriendo a sus propias creencias ancestrales para explicar su situación y darse ánimo para la lucha. Rápidamente corrió entre ellos el rumor de la aparición de un cacique que había muerto poco antes. El espectro del cacique había anunciado que todos los indios muertos a manos de los blancos volverían pronto a la vida y que todos juntos darían una gran batalla final para derrotar a los cristianos y volver a ser los dueños de la tierra. El 19 de julio, mientras realizaban un ritual, no advirtieron la llegada sigilosa de 130 policías y civiles fuertemente armados. Sin previo aviso, acribillaron a la multitud desde la distancia. Sólo después se acercaron para ultimar uno por uno a los heridos, incluyendo mujeres y niños. Cuando la carnicería concluyó, unos 200 indios habían muerto, a pesar de lo cual el hecho fue silenciado por las autoridades y quedó en total impunidad.
La región nordeste fue también escenario de intensas luchas de los hacheros, peones y obreros de la industria maderera y del tanino. Las más conocidas fueron las ocurridas en la famosa compañía transnacional conocida como La Forestal. La empresa había tenido sus orígenes en un gigantesco negociado fraudulento con el Estado, de fines del siglo XIX, por el que se permitió a una firma radicada en Londres adquirir el 12% de la superficie actual de la provincia de Santa Fe (incluidos los formidables quebrachales centenarios que la tapizaban) por un precio irrisorio. Pronto La Forestal llegó a poseer más de dos millones de hectáreas en el norte de Santa Fe y el Chaco, lo que le permitió gozar de una posición monopólica en el negocio de la extracción del tanino y transformarse en el principal proveedor mundial de ese producto.
Aprovechando sus extensos dominios y su posición de empleador monopólico, la empresa mantuvo a sus trabajadores cobrando bajísimos jornales y viviendo en pésimas condiciones. Los hacheros -en general jóvenes correntinos, pero también chaqueños, santiagueños y paraguayos- trabajaban con el torso desnudo, expuestos a picaduras de insectos y mordeduras de víboras que con frecuencia eran fatales. Solían vivir en el monte mismo, en chozas hechas de enramadas o en zanjas cavadas en la tierra. Los jornales se pagaban en vales, que debían canjearse en proveedurías de la propia patronal con precios desfavorables. La Forestal era además propietaria de los pueblos que se establecieron en sus dominios. Los obreros y peones moraban en casas alquiladas o facilitadas por la compañía y carecían de derechos políticos: los “intendentes” eran designados por ella.
De este modo, si un trabajador era despedido u optaba por dejar de trabajar para La Forestal, eso significaba que perdía inmediatamente su vivienda y él y su familia estaban obligados a abandonar el pueblo. Y como el Juez de Paz y la policía también recibían de la empresa un salario extra, ninguna protesta tenía la posibilidad de ser atendida. El extenso territorio de La Forestal funcionaba como un Estado dentro del Estado.
Bajo esas condiciones, no debe sorprender que la organización de los trabajadores haya sido bastante tardía. Desafiando los obstáculos y prohibiciones, un grupo de ellos logró constituir en Villa Guillermina un Centro Obrero que pronto se vinculó a la FORA. Su periódico llevó título guaraní: Añá Membuí. En julio de 1919 consiguieron declarar la primera huelga, en demanda de aumento de jornales, suspensión de los despidos y la jornada de ocho horas. En diciembre del mismo año repitieron la medida y, tras 30 días de paro, lograron arrancar un convenio con algunas concesiones.
Pero como, en lugar de respetar el convenio firmado, la patronal se dedicó desde entonces a encarcelar a los dirigentes de la huelga y a elaborar “listas negras” de obreros y peones que ya no podrían ser contratados, en abril de 1920 los trabajadores fueron forzados a retomar las medidas de fuerza. En Villa Guillermina ocuparon la fábrica de tanino. Un confuso episodio en el que perdieron la vida un obrero y un gerente dio la excusa para la puesta en marcha de una brutal represión en ese y otros pueblos. Aunque nunca pudo confirmarse, los rumores indicaron que las fuerzas del orden asesinaron entonces a unos 200 trabajadores.
Pero lo peor estaba por venir. Tras la restauración del orden, la empresa inició despidos masivos por el cierre de algunos de sus establecimientos. Se trataba de un lock out patronal, cuyo objetivo era la eliminación de la totalidad de la fuerza de trabajo que participó en las huelgas y la recontratación bajo el filtro de las listas negras. Para frenar la ola de despidos, en enero de 1921 una gran huelga se expandió por todo el territorio de La Forestal. Por la agresión de las fuerzas del orden (que combinaban la policía estatal, una temible “gendarmería volante” y una policía privada), pronto se produjeron enfrentamientos que dejaron muertos de ambos lados. Eso dio lugar a una verdadera política de terror. Mientras los trabajadores se replegaban al monte para resistir como podían, la gendarmería volante puso en marcha una cacería humana que duró varias semanas. En los pueblos -especialmente en Villa Ana- se dedicaron a incendiar los ranchos de quienes no querían ver de vuelta.
La cifra de muertos que dejó la represión se desconoce, pero fue sin dudas muy alta. Tras la pacificación represiva, la empresa continuó con la estrategia del lock out hasta crear un escenario de gran desempleo y miseria en toda la región que, a su vez, llevó los jornales a niveles mínimos.
Cuando a fines de los años cuarenta se fuera agotando la riqueza de los quebrachales, La Forestal comenzaría a levantar campamento. En los años sesenta terminaría de marcharse, desmantelando incluso los puertos y ferrocarriles que había construido. Tras su partida, poco y nada quedó de la promesa de “civilización” con la que había llegado. Con la tierra devastada y sin empleo a la vista, la población de la zona se redujo a menos de la mitad. Algunos pueblos desaparecieron por completo.
* Fragmento del libro Historia de las clases populares en la Argentina: desde 1880 hasta 2003, Buenos Aires, Sudamericana, 2012.
NB: En 2013 Alejandro Jasinski publicó Revuelta obrera y masacre en La Forestal, cuyos hallazgos no pudieron incorporarse a este texto, que en cambio se nutrió de investigaciones previas de Gastón Gori.