Por Pedro “Pitu” Salinas*. Después de que una horda asesinara a patadas a David Moreira en Rosario y con casos similares que se repiten en otros puntos del país, el análisis de una ciudad donde el futuro de los pibes se puebla de narcos y se ausenta de Estado.
Prácticamente todo se ha dicho ya sobre el literal linchamiento del pibe David Moreira, uno más en la extensísima lista de jóvenes que amontonan su anonimato en eso que denominamos ligeramente “tasa de homicidios”, y que en la ciudad de Rosario parece encontrar una geografía propicia para cuadruplicar el promedio nacional. Pero, en rigor, ni el asesinato de David Moreira quedó sepultado en un oscuro anonimato, ni tampoco resultó ser “uno más del montón”. Fue, quizás y lamentablemente, el primero de una larga saga a la que haya que asistir en los tiempos venideros y que, como todo en esta vida, tiene sus bemoles. Vamos por partes.
Lo primero que interesa indicar es que este brutal homicidio (le reventaron la cabeza a patadas entre cincuenta vecinos mientras el pibe yacía indefenso en el piso) cobija algunas particularidades. Preguntarse en voz alta por las razones de las mismas puede llevarnos más lejos que la -necesaria, legítima y en todo compartida por quien esto escribe- condena a la nefasta caterva de “buenos vecinos”, pertenecientes a la arcaica clase media, que ultimaron cobardemente a David. Conviene decir, por eso, que este asesinato fue quizás el primero en celebrarse con estruendo y algo así como un orgullo identitario. Ameritaba una reivindicación sencillamente porque quienes lo produjeron eran vecinos y ocasionales transeúntes que seguramente comulgan en una misma pretensión: la de recalar en el estrato medio de nuestra sociedad, ese sitial tan extendido como promiscuo al momento de construir enemigos y practicar la más absoluta indiferencia. Esto que parece una verdad de Perogrullo, ni siquiera se asoma a serlo en una ciudad que construyó una nomenclatura específica para alentar la indolencia frente a la muerte joven, repetida y geográficamente determinada. Y es precisamente aquí donde el linchamiento de David comienza a mostrar sus bemoles: ¿cómo llegamos a David, cincuenta tipos pateándole la cara hasta dejarlo agonizante y finalmente, la reivindicación de la paliza letal?
Resulta sensato apuntar, a esta altura de los hechos, que la ciudad donde asesinaron a David es exactamente la misma donde el residuo del universo narco, en los barrios más pobres, ofrece a los pibes una identidad y un lugar de pertenencia que el Estado deliberadamente optó por dejar vacante. Es la misma Ciudad, idéntico entorno provincial, que después de ver agrietada la nomenclatura del “ajuste de cuentas” (que alentaba la naturalización de los repetidos homicidios entre jóvenes de barrios vulnerables indicando que se “matan entre ellos”) inundó de topadoras nuestros barrios para demoler kiosquitos de venta de drogas al menudeo, mientras ordenaba al diario de mayor tirada de la Ciudad que sacara inmediatamente de su portal digital la noticia que daba cuenta de un allanamiento a dos grandes inmobiliarias emplazadas entre los bulevares por una investigación de presunto “blanqueo” de plata del narcotráfico. ¿No es acaso la misma ciudad que vio cómo apresaban a su Jefe de Policía Provincial por proteger a bandas narcos, mientras el ex gobernador se envalentonaba en su defensa denunciando una campaña de estigmatización? Sí, es la misma Ciudad, la misma Provincia, en la que más de la mitad de los homicidios no son esclarecidos. La misma en la que se sigue insistiendo que la ligazón de la institución policial con los entornos delictivos más variados es apenas una cuestión de “manzanas podridas”. Y es, también, la misma en que su ex intendente intentó atemperar la fenomenal crisis de Seguridad Pública que se vive al declarar que “el narcotráfico preocupa, pero la otra Rosario sigue estando”.
Es, en suma, la ciudad y la provincia que han traducido en un proyecto político de poder el gobierno del más elemental y recalcitrante sentido común. Han hecho de la estigmatización y la ausencia estatal verdaderas herramientas de gestión. Y, por sobre todo, han colaborado profundamente en sedimentar y extender como nunca antes el prejuicio que asocia a los pibes pobres y sus territorios con un “ellos” amenazante a combatir.
Podrá sonar antojadizo, inclusive hasta temerario, pero por qué no pensar en que el triste final de David es a su vez el inicio de algo más desvergonzado, indignante y que muchos han resuelto promover con tenacidad militante sin prever perturbaciones semejantes. ¿Cuánta distancia hay entre el interesado estigma que proponen permanentemente el ejecutivo municipal y provincial, el desmadre de Seguridad Pública que vivimos, y la reacción primitiva y demencial de este grupo de “vecinos”? Pareciera ser que algo “se les fue de las manos”. Algo indica que un “nosotros” insuflado de miedo y fascismo configuró el linchamiento como la resolución de alguna cuenta que, ahora sí, por sus propios medios y en defensa de sus amenazados intereses, debía ajustarse.
Como anécdota ratificatoria, si es que tal cosa hiciera falta (o si no se constituyera en algo más que una anécdota), no sólo es un hecho que en el mismo barrio donde asesinaron a David funcionaba semanas antes una suerte de autodefensa vecinal que se financiaba con aportes de los vecinos de la zona. Además, el diario al que hicimos referencia más arriba -que recibe una abultada pauta del gobierno provincia-, en su versión dominical del día de ayer publicó una extensa nota donde desglosan y propagandizan los éxitos de la Vecinal de Parque Field en materia de seguridad: los vecinos le pagan a policías para que patrullen el barrio las 24 horas (si no en las motos que les provee la propia fuerza, en las suyas particulares). Así, según el propio diario, la vecinal “logró un gran objetivo: tener un barrio tranquilo y vivir con cierta seguridad”. Es decir, privatizando e intensificando la autonomía de una fuerza policial fácticamente autogobernada.
Mientras tanto, los muertos los siguen enterrando los mismos, “ellos”. Con la peculiaridad de que un “nosotros” cobarde, imperdonablemente fogoneado desde el poder político, ha decidido que es hora de convertirse en sus verdugos porque, así como “se matan entre ellos”, también vienen por “nosotros” y “los nuestros” (y “nuestros bienes”, faltaba más). Y ese “ellos” absolutamente desprotegido y estigmatizado por el poder, esa fantochada de “nosotros” también desprotegida y expuesta pero al mismo tiempo soporte fundamental del estigma, ha incorporado hasta el tuétano cada uno de los roles que les orquestaron sin demasiada elaboración. Así, este presente balbucea un futuro aciago, como si estuviéramos predestinados a encandilarnos en un túnel, cuando de lo que se trata es de echar luz sobre las faraónicas torres.
* Referente del Movimiento 26 de Junio – Frente Popular Darío Santillán (Rosario).