Por Silvia Beatriz Adoue. Alta. Flaca. Morocha. Enormes tristes ojos. Sonrisa con tres atacantes menos. Se marchitaba enseguida, a falta de respuesta. Nadie le sonreía a la nueva. Nadie hablaba con ella.
– ¿Cómo es que se llama?
– Rara esa contratación. Una sola, en medio de abril.
Luisa prefería quedarse sola en el intervalo. De cualquier manera, nadie se le acercaba. Conversaban entre ellas. Ignorándola. Tampoco le enseñaban trabajo más complicado. Buscaba, con la lista en la mano, material en el estoque. Tosiendo en medio de los estantes de metal.
– Fue ella. ¿Quién va a ser?
– La Dora está haciendo una vaquita para Norma.
– Esa también huele mal.
– ¿De nuevo con eso?
– ¿Qué hizo?
– Historia antigua.
– Carnereó.
– No fue así.
– ¡¿Norma?!
– Hacer programa con el gerente de personal es carnerear.
– No marcó tarjeta.
– ¡Huelga es huelga!
– No importa, podía ser con cualquiera. Si dejamos pasar…
– Vamos a tener que trancar los armarios.
– Ya puse un candado en el mío.
– Lo único que faltaba…
– Hay que completar el salario de Norma, cagarla a trompadas a la nueva y listo.
En el cambio de turno, se escupían amenazas envenenando el vestuario. Contra esa chorra que estaría justamente en ese momento cambiándose ahí, como si nada.
Y ahora todo desandaba. En la lista decía R437. Código de cable. No encontraba. Sudaba frío. Aquella chica estaba esperando. Ya no les gustaba Luisa. No iban a tardar en perder la paciencia con ella. Los conectores, bueno, los había encontrado, pero esos cables… La chica pasó del lado de acá del mostrador y se despachó buscando en los estantes.
–Es R937. Éste: azul. Perdón. El Manco nunca hace bien el “9”. Ese “9” parece un “4”. Ya estamos acostumbrados.
En el intervalo, la misma chica, jarro en la mano. Fue acercándose. Preguntó si ese trabajo le parecía aburrido. Le parecía. Pero no dijo nada. La chica se rió. Iba a decir alguna cosa. Pero las otras la llamaron.
– ¡Sara!
– Una semana, Dora. Y no puede ser todo de una vez.
– Para chorrear fue todo de una vez, Sara.
– Shshsh, cambiá de tema. Aquellas sandalias… si te doy la guita, ¿me las comprás?
La chica volvió al estoque. Aconsejó sustituir 528P por 1600N, cuando la pieza falta.
–Luisa, ¿te llamás Luisa, no? ¿Qué hacías antes?
–Me quedé un tiempo sin trabajar. Cuidaba a mi madrina.
–Y ahora, ¿quién la cuida?
–Murió.
–¿Y tenés más parientes?
–Tengo dos chicos, ahora viven conmigo.
– ¡¿Ya tenés dos hijos?!
– Una de tres y uno de un año y medio.
–¿Con quién los dejás?
–Con una vecina.
Luisa no iba a contar de la madrina. Ni de la madre. ¿Por dónde andaría la madre? Tenía que pensar en lo que iba y en lo que no iba a contar cuando volviera esa Sara llena de curiosidades.
–Precisás cuidarte esa tos.
–Tomo remedio.
–¿Fuiste al médico?
–A la salita. Ellos me dieron.
–Dejame ver.
La mamá del Alberto quería sacarle los chicos. Esa mujer, la asistente social. Luisa no sabía si estaba del lado de ella o del lado de la bruja. Él no decía nada. No quería ir contra la madre.
– Mi mamá hizo bizcochuelo, Luisa. Probá.
–¿Hiciste la secundaria? –
-Hasta segundo. Quiero volver, de noche. ¿Y vos? ¿No tenés ganas?
–No puedo, algunas noches trabajo.
–¡¿De noche?!
–Hago programa. Es para completar el alquiler.
Cuando era chica, Luisa se hacía la muda. Repartiendo papelitos en el tren. Y empujaba aquella silla de ruedas que habían conseguido para que el Pancho hiciera de lisiado.
–El domingo voy a dormir hasta tarde.
–¿No tenés novio?
-Ahora no. ¿Y vos?
–Sí. Es el papá de los chicos. Vive con los padres. Es menor… ¿No querés venir a casa a conocer a mis chicos? Podemos ir al Parque Lezama.
–¿Dónde vivís?
–En un cuarto, en Barracas.
El cuarto era “heredado” de la “madrina”. Aquella vecina que daba un plato de comida cuando la mamá se mandó a mudar. La cuidaba. A ella y al Pancho, que jugaba con diez jugadores.
–Le ponemos hoja de ombú en el termo a la flaca esa.
– No, tiene que ser a trompada limpia.
–Vamos con calma, chicas.
–Tiene que aprender a no tocar el salario de los otros.
–No sabemos. Puede estar desesperada, pasando necesidad.
–“Necesidad”… falta de vergüenza.
–Nosotras la habríamos ayudado. ¿No la ayudamos a Norma?
–Ella es nueva. No sabe.
–Es así: hay gente que vale y hay gente que no vale nada.
–Ésta no vale nada.
–¿Te acordás cuando el Manco estampó al gato de la Chancha con el balancín?
–Aquello fue una salvajada.
–¡Ahí está la virgencita!
–El gato no tenía la culpa. Eso es cobardía.
–Estilete en la Chancha y en la flaca.
–¡Basta! Esto se resuelve a las trompadas. Para que no lo vuelva a hacer, o que se vaya.
– Podíamos esconderle la ropa, como hicimos con la Norma, después de la huelga.
Sara negoció. Quería más tiempo. Le pidió a Dora. Sólo hasta la semana siguiente. Dora impuso condiciones, no iba a bancarla a Sara. Menos ahora, con la investigación corriendo en sordina y la venganza cocinándose a fuego bajo en la olla a presión.
–¿Te gustan las nubes de algodón?
–Las rosas.
– Entonces vamos a comprar. ¡Tres rosas, señor! …Entonces, Luisa, si el dinero aparece en el armario de Norma, aunque sea en varias veces, nadie hace nada. Y usté, señorita, vamos a jugar al sube y baja.
La semana siguiente, antes del día de pago, la plata apareció. Envuelta en un papel de cuaderno, en el armario de Norma. Dora se sentó, jarro en la mano, frente a Luisa, ojeras de semana no dormida. Y las demás fueron llegando.