Por Pedro Perucca. Un repaso por la filmografía del director sueco Tomas Alfredson, conocido por estas latitudes por su película de vampiros Criatura de la noche y por la reciente El topo.
Ahora que ya pasó el furor del Bafici, podemos volver a hablar tranquilamente de cine. Aunque cada vez más comercial y previsible, se podría decir que está todo bien con el Bafici (incluso, en un alarde de tolerancia, también está todo bastante bien con el público estereotipadamente cinéfilo que lo abarrota cada vez más). Y hasta pueden registrarse algunos aciertos en la programación.
Uno de ellos ha sido el de dedicarle una retrospectiva al director sueco Tomas Alfredson. Hijos de un prestigioso actor y director, Tomas y su hermano Daniel (director de la trilogía Millenium original, también inevitablemente remakeada por Hollywood), conocieron el cine y la TV por dentro desde sus primeros juegos infantiles.
Tomas, nacido en 1965, ya estaba dirigiendo una serie para televisión a sus 25 años, aunque el reconocimiento le llegó cuatro años después, gracias a la serie Bert, una historia típica sobre joven quinceañero que quiere perder la virginidad pero con algunos condimentos que luego serán característicos de su cine: elementos de sátira y crítica social ácida con toques de humor negro. Luego del éxito de la serie, un año más tarde Bert se convertirá en su primer largometraje.
Después siguieron varias series y películas para la televisión sueca, destacándose las producciones humorísticas en las que acaudilló al equipo de actores conocidos como Killinggänget (“la pandilla del niño-cabra”), que fueron construyendo una clave personal de humor absurdo, surrealista y amargo, conocido como “comedia marrón”, caracterizada por desgarrar el manto de perfección e hiperadaptación social sueca para mostrar los dramas, las miserias y las contradicciones sociales que no dejan de florecer en el paisito helado (algo de lo que también, desde otro lugar, ha venido ocupándose el floreciente género policial sueco). Basado en esta experiencia, en 2004 estrenó Fyra nyanser av brunt (Cuatro tonos de marrón), un largo compuesto por cuatro historias independientes y delirantes sobre familias disfuncionales.
Hasta aquí, su nombre era absolutamente desconocido fuera de Suecia. Pero en 2008 su adaptación dela novela Låtden rätte komma in, del sueco John Ajvide Lindqvist (responsable también del guión de la película), comenzó a arrasar en distintos festivales internacionales. Esta brillante reinvención del género de vampiros, conocida por estos pagos como Déjame entrar o Criatura de la noche, se centra en la relación entre Oskar, un chico de 12 años maltratado por sus compañeros de escuela y por la indiferencia de sus padres, y Eli, una vampira de 200 años en un cuerpo preadolescente. La película, estética y formalmente impactante, es una suerte de Melody vampírica de los suburbios de Estocolmo, donde los paisajes nevados y luminosos contrastan con la oscuridad y la tristeza de la historia, así como con la densidad de los temas abordados: desde la posibilidad de amor entre estos dos seres con relaciones de poder tan diferenciadas hasta los límites de la violencia y la crueldad infantiles, pasando por la inquietante relación entre Eli y el hombre que se presenta como su padre.
La a estas alturas endémica falta de ideas de Hollywood expelió también una remake en la que, más allá de una buscada lentitud y de algunas intenciones estetizantes (haciendo lo que los que los norteamericanos entienden que es el cine europeo), los conflictos aparecen lavados e hiper explicados para un público no acostumbrado a las sutilezas o a los grises (guionales y morales). Así, Let me in, la versión yanqui, estrenada en 2010 (probablemente para aprovechar la sed de sangre de los fanáticos de la saga Crepúsculo), logra transformar una obra de arte que redefine un género en otra mediocre y aburrida película de vampiros.
Recientemente tuvimos la oportunidad de ver el último producto de Alfredson en las carteleras locales. Ya con la fama lograda gracias a sus vampiros invernales, fue contratado para dirigir una nueva versión de Tinker, Taylor, Soldier, Spy (aquí titulada, horriblemente, como El topo), basada en la novela homónima de John Le Carré (para ser precisos, en realidad la película toma elementos de tres de sus novelas, la trilogía conocida como The quest for Karla). En 1979 ya se había emitido una serie por la BBC inglesa nada menos que con Sir Alec Guinness interpretando a George Smiley. En la versión de Alfredson, el papel queda a cargo de un enorme Gary Oldman, que nos entrega una actuación contenida e intensa, toda hecha de silencios y de gestos casi imperceptibles por la que recibió su primera nominación al Oscar. Aquí el color marrón vuelve a reinar, luego del interregno blanco de Déjame entrar, no sólo por los increíbles trabajos de fotografía y vestuario que nos sumergen en la vida de un Londres sepia de posguerra (Alfredson dijo que pretendía que el espectador pudiera “sentir el olor del tweed húmedo”, algo absolutamente logrado) sino también por las tonalidades morales. Tanto el film como su protagonista vienen a ser una especie de “anti-Bond” (ciertamente aquí no van a encontarse paisajes exóticos, gadgets supersecretos, autos de lujo, persecuciones a alta velocidad ni chicas en bikini) porque según Le Carré -que en su momento formó parte del servicio secreto británico- el trabajo del espía es sobre todo burocrático, oficinesco, rutinario. Entonces no hay muchos disparos ni muchas muertes, más allá de las estrictamente necesarias. Al final de la película el bien triunfa por sobre el mal, claro, pero a esas alturas ya las líneas divisorias se han diluído tanto que casi da lo mismo. Como siempre, al fin y al cabo lo importante son los personajes, con toda su humana carga de pequeños dramas, pequeñas traiciones, pequeños triunfos y derrotas.