Por Silvia Adoue y Josefina Mastropaolo. Melancholia, la última película de Lars von Trier, nos acerca a Kirsten Durnst y a Charlotte Gainsbourg tratando de lidiar con el fin del mundo. Pero, después de las desafortunadas declaraciones de su director en Cannes, habrá que buscarla en DVD.
Nada tienes que temer
Al mal tiempo buena cara
La constitución te ampara
La justicia te defiende
La policía te guarda
El sindicato te apoya
El sistema te respalda
“Toca madera”, Joan Manoel Serrat
Quien ya vio Aeropuerto (1970), Independence Day (1996), Volcano (1997), El día después (2004) o 2012 (2009) sabe a qué nos referimos cuando hablamos de “cine catástrofe”. Grandes desastres naturales o resultantes de una tecnología demasiado sofisticada, utilizada en escala demasiado grande, y de la cual nos tornamos excesivamente dependientes. La soberbia burguesa frente a la naturaleza ve la catástrofe como un cataclismo final y tan inevitable como inesperado. Es un estado de excepción, distante en la pantalla. Pero hay un resto humano, más allá de la cultura burguesa, que nos hace olfatear el peligro. Como toda producción hollywoodense, el género se dirige a las fantasías inconscientes, placenteras o aterrorizantes. La catástrofe en escala planetaria está instalada como posibilidad histórica desde 1914, terror renovado por la destrucción de Hiroshima y Nagasaki en 1945. El apocalipsis nuclear amenazando al mundo durante el período de la “guerra fría”. El miedo a la muerte, mucho más que la represión sexual que Freud apuntó al final del siglo XIX, está hoy en el centro del sufrimiento humano como fuente de angustia. No se trata de la muerte en sí, sino de la sensación de muerte inminente.
Melancholia, la película del dinamarqués Lars von Trier, habla de eso. Y lo hace con una gran alegoría. Las tomas iniciales fueron producidas con recursos técnicos ampliamente usados en la publicidad. Imágenes de gran belleza plástica, cámara lenta, banda sonora grandilocuente. En la trama, un planeta, el Melancholia del título, que permaneció escondido atrás del Sol, aparece y comienza una danza macabra con la Tierra, amenazando chocarse con ella. Se acerca, se aleja. Coquetea con nuestro planeta, siguiendo una órbita que más se parece al dibujo de una bella coreografía. Las personajes centrales, las hermanas Justine y Claire, se turnan en el papel protagónico. En la primera parte, Justine, que sufre de un transtorno melancólico, es una publicista de éxito que no consigue alegrarse con su propia boda. En la segunda parte, Claire, madre de familia dedicada, cuidadora de su hermana enferma, de su marido y de su hijo, se desespera frente al fin inminente. El escenario es un palacio, transformado dentro de la trama en escenario de campo de golf, en un emprendimiento empresarial del marido de Claire. En la primera parte, la fiesta de casamiento de Justine organizada por Claire domina el enredo. La tensión está en la tristeza inexplicable, patológica de Justina, que contraría el clima general. En la segunda, es ella quien permanece serena, quien mantiene la calma y consigue cuidar al sobrino. Construye con él una “cabaña mágica”. Una vez más, creando una ilusión de protección, como buena publicista.
En una escena, el caballo negro de Justine se niega a cruzar el puentecito. El animal parece percibir el peligro inminente que el humano no reconoce. La lucidez de Justine la lleva a entender los motivos del caballo y, asímismo, a golpearlo brutalmente para obligarlo a cruzar. Y es por esa lucidez que detesta su profesión, que es capaz de presentar la mercadería, gran origen de la catástrofe, con una imagen seductora. La belleza es cómplice no sólo porque ayuda a vender la mercadería, sino porque genera parálisis, desarmando la resistencia frente al desastre. Los libros de arte, inclusive los del arte que anuncia el apocalipsis, quemándose, en una de las escenas, parecen alertarnos: todo arte perecerá si la humanidad no se salva. Un arte incapaz de conjurar el desastre es inútil, es frívolo e inclusive cómplice.
Melancholia es una gran alegoría de la gran tristeza, la tristeza de no ser santos, diría el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal, frente a la pérdida total que se aproxima. Pero este tema ha sido tratado de otros modos, más explícitos, por el cine. Como en Biutiful (2010), del mexicano Alejandro González Iñarritu. O como en Línea de pase (2008), de los brasileños Walter Salles y Daniela Thomas. O, incluso, como en Carancho (2010), del argentino Pablo Trapero. Todos ellos dicen que habitamos la catástrofe y que esta catástrofe no es natural. No hay donde refugiarse de ella, porque es global. Está tragando primero a los hundidos, pero nadie puede considerarse a salvo. No hay Estado de bienestar, Constitución, ley o institución que proteja del desastre climático, de la contaminación, de la propagación de la enfermedad, del desempleo. La humanidad aparece como un obstáculo para la economía. Una distorsión estadística. Los cuerpos ocupando las plazas en las ciudades europeas, más allá de las protestas, con la simple presencia, testimonian la contradicción entre economía y condición humana. Y no hay diferencia entre buenos y malos, el capital a todos destruye, en tanto humanos. En Biutiful y en Carancho, por ejemplo, no hay línea divisora moral: los protagonistas son al mismo tiempo víctimas y victimarios, explotados y explotadores, aun cuando se trata de explotadores de poca monta.
El resto humano siempre se rebela. A veces, hasta parece pedir disculpas por existir, por importunar el libre tránsito de los proyectos de desarrollo económico. La diferencia entre nosotros y el caballo de Melancholia es que todavía hablamos de la barbarie y de la catástrofe como un estado por venir. Cruzamos el umbral de la catástrofe sin percibir que ya la habitamos. Las instituciones y los proyectos que administran la barbarie nada pueden contra la intemperie del capital. Soluciones como éstas son tan inocuas como la frágil cabaña mágica de la tía Justine.