Por Gabriel Casas. Pese a que pulveriza récords y que en el resto del mundo ya lo consideran el mejor de la historia, todavía no logró que en la Argentina se rindan incondicionalmente a su genialidad. La sombra de Maradona, especialmente en lo extrafutbolístico, surge inevitable sobre su figura. Messi es la imagen de la corrección para un país que suele conmoverse con lo incorrecto.
A esta altura escribir sobre Lionel Messi sin caer en lugares comunes resulta tarea complicada. Es que el pibe ya es parte de la historia, aunque recién está escribiendo la suya. ¿Dejará algún récord en pie cuando cante las hurras? Al ritmo que lleva pareciera que tendrán que hacerle su propio libro de los Guinnes.
“Lo siento por los que intentan ocupar su trono. Estamos ante el mejor en todo sentido. Es capaz de hacerlo todo y cada tres días”, había dicho Josep Guardiola cuando todavía era su entrenador en el Barcelona. Y la frase de Pep encierra una gran verdad. Messi, con apenas 25 años, ya no tiene rivales contemporáneos para su reinado. Tiene su lugar asegurado en la mesa de los más grandes futbolistas junto a Di Stéfano, Pelé, Cruyff y Maradona. Y con el plus de que ya logró algo inédito al ser elegido recientemente por cuarta vez consecutiva como el mejor jugador del planeta.
Lo curioso es que donde hay más resistencia a su genialidad sea en la propia Argentina. La imagen de Diego sigue haciéndole sombra. Hasta que Messi no gane un mundial de mayores (e incluso pareciera que también tendría que hacer un gol eludiendo a seis ingleses), no acallará esas voces. Hasta que Messi no juegue con el tobillo hecho una pelota, se pelee con los poderosos o insulte a los que silban nuestro himno (y de paso, que también lo cante), no tendrá paz de sus detractores. No le alcanza con hacerle tres golazos a Brasil en un amistoso. Es que los argentinos no estamos acostumbrados a los ídolos correctos, porque somos un país –en general- de gente incorrecta.
De Messi, además de su maravilloso juego, se espera también cierta verborragia en sus declaraciones y actitudes desafiantes para que el combo sea completo. Los que todavía aguardan eso, están listos. Con sólo recordar lo que contó su compañero catalán Cesc Fabregas alcanza: “creíamos que era mudo, hasta que siendo infantiles y gracias a la Play, descubrimos que hablaba”.
Entonces, es difícil que se le valoren otras cualidades a Messi. El pibe es tan humilde que pareciera ser el crack con menos ego de la historia. No se queja de los golpes de los adversarios, ni pide que los amonesten o expulsen. Tampoco critica a los árbitros o los planteos rivales para marcarlo. Siempre festeja los goles agradeciendo a sus compañeros cuando lo asisten (fijarse la diferencia con Cristiano Ronaldo o Falcao, por nombrar a los otros goleadores del momento). No es tribunero, ni demagógico. Es valiente, no arruga. Comparte los premios económicos especiales con sus compañeros de Selección.
En lo único que no muestra piedad o generosidad con sus rivales es en su ambición ganadora. “Messi es un asesino, nunca se cansa”, declaró cierta vez el francés Michel Platini. “Es un alma tierna que dispensa daño”, señaló en el mismo sentido el periodista inglés Paul Hayward. De mantener esta eficacia y ambición goleadora, no tendrá más lugar para balones en su casa de tantos hat trick en su carrera. Y además, ya les hizo cuatro goles al Arsenal de Arsene Wenger (“Es de PlayStation”, lo calificó el entrenador francés) y cinco al Bayer Leverkusen, ambos en la Champions League, no en cualquier torneo amistoso.
El asombro es que ya no asombra. Si uno no vio un partido del Barcelona y se entera después de que ganó por goleada, enseguida se imagina que Messi hizo, al menos, dos goles. Si no pasó eso, recién ahí será sorpresa.
Cuando hace poco Roger Federer pasó por Buenos Aires dejó una sentencia: “Messi y yo hemos demostrado que siendo buenos tipos, podemos tener éxito y, en el camino, disfrutar más de la vida. A veces se creyó que sólo se ganaba siendo malvado o malicioso”. Sin quererlo, el tenista suizo metió el dedo en la llaga ya que en nuestro país, el ídolo deportivo tiene que ser épico, que merodee entre la gloria y la tragedia. Poder subirlo a un pedestal y después regocijarse cuando caiga para poder destrozarlo. Messi no cumple esos requisitos. De ahí que genere amor, pero no fundamentalistas.
Quien escribe esto se cansó de las falsas antinomias y se propuso disfrutar siempre del fútbol de Messi como en su momento lo hizo con el de Maradona. Y adhiere a la frase de Johan Cruyff (el fantástico holandés que revolucionó al fútbol como jugador en los setenta y que le cambió la mentalidad al Barcelona como entrenador en los noventa) cuando manifestó que: “el valor de Messi es incalculable”.