Por María José Giovo. La actitud del presidente mexicano frente a la desaparición de los 43 estudiantes desnuda su responsabilidad en el horror que vive el país. La desidia del Estado, la violencia institucional y un grito que suena cada vez más fuerte: “Fuera Peña”
Durante su primer año y medio de gobierno todo marchó bien para el presidente mexicano Enrique Peña Nieto. La prensa internacional lo alababa y lo mostraba como un mandatario reformista que había logrado muchos de los objetivos que sus predecesores Felipe Calderón y Vicente Fox no habían podido. La apertura del sector energético a la inversión privada, el aumento de la competencia en las telecomunicaciones y las reformas laborales y del sector financiero, le valieron una tapa en la revista estadounidense Time bajo el título “Salvando a México”. Los organismos financieros internacionales también saludaban con optimismo los planes de Peña Nieto: destacaron el comportamiento económico del país y lo ponían como un ejemplo para otros mercados emergentes.
Pero a partir del 26 de septiembre, con la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, el mundo conoció la verdadera cara de México. Esa que Peña Nieto, con su sonrisa encantadora de “Luis Miguel” (sobrenombre que supo ganarse durante la campaña presidencial), intentó tapar al igual que sus antecesores. El trágico hecho demostró la corrupción e ineficacia de las autoridades locales y federales para atender el asunto, que ha sido calificado como un crimen de Estado tanto por la sociedad en su conjunto como por diversos organismos internacionales de derechos humanos.
En la búsqueda de los estudiantes, la aparición de más fosas comunes dejó a la vista las desidia y los innumerables casos de violencia institucional, la complicidad de la policía en los abusos y persecución de manifestantes y la crisis del narcotráfico que cruza el mapa de un México distorsionado entre el pujante ritmo económico del DF y la desolación en los pueblos de la periferia donde los carteles de la droga abusan de los campesinos para la distribución de su mercancía.
En momentos en los que México se desangra, Peña Nieto decidió embarcarse en una gira diplomática que lo llevó a China y Australia. Su partida fue inmediatamente posterior a que los fiscales dieran a conocer las terribles conclusiones (temporales y rechazas por los familiares) sobre lo que pudo haberles pasado a los 43 desaparecidos de Ayotzinapa: torturados y quemados por manifestarse en contra de la reforma educativa del gobierno.
En estos ocho días, las cuentas de Twitter y de Facebook del mandatario han estado inactivas. Y en el exterior, ante la pregunta incómoda de la prensa, Peña Nieto sólo se limitó a referirse a las multitudinarias protestas que sacudieron el ritmo habitual de los mexicanos para exigir justicia por los normalistas. “Queremos convocar al orden, a la paz; a los grupos (que han incurrido en actos violentos) convocarles al orden y no hacer de este momento de pena y dolor por el que pasan padres de familia una bandera que concite a la violencia y al desorden”, afirmó.
Ante el silencio oficial de soluciones concretas, los padres decidieron transformar el dolor en acción. A las masivas marchas, ahora se sumó el apoyo de la Comandancia del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), quienes acordaron realizar un frente de lucha junto con los familiares de los estudiantes. “Abrazaron nuestra indignación y rabia”, afirmó uno de los padres.
Mientras se espera que esta semana el presidente dé alguna señal de compromiso, la respuesta ante esta crisis permanece en manos del poder ciudadano.