El vendedor de humo. Cuarta entrega de esta columna donde el dibujante Lucas Nine se propone “garantizar una provisión de teorías escandalosas para discutir en la sobremesa y munir al pastenaca de un material que le permita impresionar a sus amistades”.
“El humorismo es el arte de decir lo que ya todos saben de antemano”, escribió Robert de Bouffe, y el hecho de que sus palabras no tuvieran la menor repercusión pudo deberse a que esta verdad no era ignorada por nadie. De Bouffe, famoso por el feo hábito de remarcar sus propias ideas, se vio en la necesidad de insistir sobre el tópico en varias oportunidades: “Revelar lo que ya todos intuyen, esa es la misión del humorista. Su talento estará, pues, en evitar las tentaciones del genio, del arte y de todo lo que sea bello y sublime para concentrarse en el mínimo común múltiplo, en una idea básica y primordial pero compartida -acaso inadvertidamente- por multitudes. Estará entre las habilidades de este profesional, entonces, el descubrir esa pequeña verdad antes que nadie para poder plasmarla en el papel, acompañada por una de esas firmas que, con sólo tres letras, parecen advertirle a sus colegas: ‘Atención, hela aquí, la he capturado al vuelo. ¡Es mía! No me la copien’”.
Sin embargo, De Bouffe volvería aún sobre la cuestión: “En la labor del humorista, la masa debe ver reflejada una chispa de su propio ingenio mendaz antes que los fuegos de artificio del espíritu. Vuelo, sí, pero vuelo rasante. En definitiva: el humorista es un arqueólogo del lugar común”, escribió en su famoso discurso inaugurando la Cena Anual de la Asociación de Humoristas Franceses del año 1928.
“Pero, ¡atención!”, prosigue De Bouffe, y resulta lamentable que se hubiese visto compelido a redondear la idea justo en el momento del brindis final: “El lugar común, queridos amigos, puede resultar un terreno tan traicionero para el arqueólogo como aquellas tumbas de Egipto que han costado la vida a cientos de exploradores. Los mecanismos ocultos que garantizan un horrible final al saqueador incauto operan aquí también, y todos los años vemos a nuestros mejores humoristas prisioneros en sus pequeños nichos cotidianos, sepultados en vida en el fondo de esas horribles viñetas que hacen pública su agonía.”
Esta sería, efectivamente, la última incursión de Robert de Bouffe sobre este tema, y sobre cualquier otro.
Sus palabras, cargadas de amarga ironía, pueden disculparse en parte por el impulso ardoroso de su espíritu, pero convengamos en que resultan injustas para los profesionales que ganan su pan cotidiano con la risotada de sus conciudadanos. Sin embargo, en este breve artículo me propongo justificarlas: son las palabras de un hombre que ha visto pasar a una generación anterior de artistas, igualmente llamados “humoristas”, y que sin embargo cumplían una función social esencialmente distinta a la de sus continuadores.
Para ilustrar este punto de vista, me remito a la Biblioteca Salvat de Grandes Temas (obra indispensable en cualquier biblioteca). En su volumen dedicado al humorismo, Néstor Luján traza con mano maestra una semblanza de las principales figuras del género en el París del siglo XIX.
Podemos continuar a partir de aquí con sus palabras: “Honoré Daumier es para Francia uno de los grandes clásicos del siglo XIX. Su agudo sentido del grotesco llega a lo sublime. Ecos de Francisco de Goya, de Rembrandt y de Callot aparecen en este realista feroz, a quien se llamó el Juvenal de la caricatura. Despreció a su época con una pasión fría y alucinante, y tuvo una concentrada maestría expresiva. Su humor feroz hundió literalmente a la monarquía de Luis Felipe bajo la lava del sarcasmo. Daumier, con Amedeé de Noé (‘Cham’), Grandville, Philipon, Monnier, el gran dibujante Gustave Doré y el atroz Charles Joseph de Villes, con su creación del siniestro y deplorable jorobadito ‘Mayeux’, constituyen un grupo de dibujantes satíricos de una eficacia aterradora.
De entre ellos el primero es André Gill, animador de las revistas L’Eclipse y La Lune. A él se deben aquellas grandes caricaturas macrocéfalas (de grandes cabezas y cuerpos diminutos) que luego recogerían los dibujantes políticos. A pesar de su origen semiaristocrático (era hijo de un conde y una modista), fue un tipo inconformista, curiosísimo, de una imponente apariencia física y una fuerza hercúlea. Ardiente defensor de la libertad de expresión, toda su vida fue una constante y despiadada lucha. Murió loco en Charenton.
Emmanuel Poiré (‘Caran d’Ache’) fue otro tipo distinto: impresionante, encorsetado, pálido, fantasmal y libidinoso. Su amigo Forain decía de él que sus ojos desnudaban más rápidamente a las mujeres que las manos de Napoleón III, quien como bien se sabe era un experto en los complicados mecanismos del corsé y las crinolinas. Siempre gustó de dibujar uniformes, y asistía a los bailes de disfraces ataviado con una apoteosis de charreteras, pompones, forrajeras, medallas, botas y cruces. Su presencia producía una gélida incomodidad. Inmediatamente, todo el mundo creía que era el agregado de la embajada rusa que había ido al baile despistado. Educado en Alemania, fue discípulo del delicioso y adorable Wilhem Busch, de quien imitó su dibujo filiforme.
Caran d’Ache era la víctima de Forain, el mejor dibujante que ha tenido la prensa francesa después de Daumier: ‘D’où viens-tu encore, petite saleté?’ (‘¿De dónde vienes, pequeña inmundicia?’), le apostrofaba al encontrarse con él, creyendo, y no equivocándose, que llegaba de alguna cita concuspicente. Caran d’Ache movía sus dedos largos, pálidos y algo temblorosos, infalibles con el lápiz, y se ruborizaba. Forain era cruel, de rostro arrugado y risa sádica, de un ingenio sin quiebra. Hablaba con acento parisiense inimitable, metálico, destellante. Sus frases eran de una fosforescente crueldad. Lo eran también sus magistrales dibujos, llenos de un temple incisivo. Bilioso y bebedor, artista refinado del odio, Forain mantuvo una sistemática oposición a todo, no conoció la piedad y explotó su fenomenal talento para vivir como un sátrapa en el dorado mundo del Maxim´s y del Café Weber.
Su imbécil lanzamiento del antisemitismo a ultranza es el principal pecado de este vividor, de rostro entre ávido y abyecto, que tenía el poder mágico de captar la imagen con trazos seguros y pérfidos. Al contrario de la mayoría de los dibujantes, era el propio autor de los epígrafes, siempre fascinador y letal, como una serpiente de cascabel.
Por último, cabe citar a Sem, dibujante más amable, aunque hombre de una acidez casi igual a la de Forain. Sem, tan grácil en su trazo, era como un insecto feroz -como una Mantis religiosa-, manejando su endiablado lápiz, con unos ojos inquisidores en un rostro arrugado de payaso, siempre imperfectamente afeitado. Dibujaba como llevado por una suprema voluntad de morder y hacer presa, de quebrantar huesos, de desnudar el alma. Era un ser deforme que supo estigmatizar a sus contemporáneos revistiéndoles de una alegría de la que a menudo carecían.
Nótese que todos estos dibujantes caricaturistas, desde Toulouse-Lautrec a Boldini, pasando por Caran d’Ache, fueron unos seres físicamente crispados, contraechos.”
Hasta aquí Néstor Luján. Alcanza con este puñado de retratos salidos de su pluma para disculpar (si no comprender) al pobre Robert de Bouffe y sus indiscretas chanzas cuando, presidiendo aquel banquete memorable, tuvo que tolerar la presencia física y palpable de la nueva generación: celebridades tales como el plácido Baldasini (autor de “Eugene, le canard joyeux”), el discreto Gérard (“Y ríase la buena gente”) o el jovial y sonrosado Meunot (convertido en un próspero hombre de negocios gracias al éxito de su “Cochón Pierre”).
No seamos demasiado severos con Robert y sus vanas lamentaciones por un pasado que ya nunca volverá. Tendamos un manto de olvido sobre sus despojos, diseminados sobre un remanente de sanguchitos de miga, y comprendamos que, como quería Heráclito, nunca nos bañaremos dos veces en el mismo río.
Sí, quizás De Bouffe tuviera razón y humoristas fueran los de antes. Aquella raza retorcida de dementes parece haber desaparecido de la faz de la tierra para siempre. Y, sin embargo, es sabido que las especies, en su lucha por la vida, desarrollan extraordinarias maneras de mimetizarse con el medio ambiente.
Quizás no todo esté perdido, amigo De Bouffe, y con sólo forzar apenas la vista, pueda usted atisbar aún hoy un destello de esos dedos pálidos y temblorosos, de esa maligna fosforescencia que alegró su juventud.
Sólo un destello. Pero, ¿acaso no es suficiente?