Por Ana Paula Marangoni. Terminó el Mundial y seguimos preguntándonos qué nos dejó. Acá un análisis de su impacto en nuestra sociedad. De qué manera concebimos este fenómeno. De brechas y carnavales. Qué hay detrás de la alegría.
“En suma, durante el carnaval es la vida misma la que
interpreta, y durante cierto tiempo el juego se transforma en vida
real. Esta es la naturaleza específica del carnaval, su modo particular
de existencia.”*
Es harto sabido que vivimos en una sociedad en la que todo debe tener un propósito. Podríamos esbozar recorridos históricos, a grandes rasgos, y llegar a la veloz conclusión de que las ideas modernas que colocaron a la humanidad y su racionalidad como motores de la vida junto a las características del sistema capitalista en que vivimos, fueron algunas de las causas fundamentales de que aquello que no es ni útil ni productivo dentro de la vida cotidiana sea valorado como algo subsidiario, como algo que definitivamente no está atado a nuestra existencia.
Valdría preguntarse, entonces, qué sentido tiene el fenómeno mundialista, qué nos empujó a participar de un fenómeno masivo que nos tuvo en vilo durante un mes, que nos hizo olvidar y relegar nuestras ocupaciones laborales, nuestras preocupaciones cotidianas, nuestra inquietud por el devenir en nuestras vidas.
Seguramente debamos volver a la recurrida obra de Bajtín que da apertura a estas palabras. Una obra que precisamente se dedica a estudiar el carnaval en la Edad Media, y sus implicancias sociales: “El carnaval es la segunda vida del pueblo, basada en el principio de la risa. Es su vida festiva”.
¿Cuánta consideración merece la risa, como objeto capaz de regir nuestras vidas? ¿Cuántas veces nos sometemos a esta segunda (o doble) vida necesaria para todo pueblo, la festiva?
Cuando Mijaíl Bajtín analiza el carnaval en la Edad Media, se refiere a un acontecimiento que emergía por fuera de las instituciones, una fiesta sin organizador ni mediaciones, enlazada con lo religioso pero a la vez por fuera de ella, donde el pueblo, se sometía enteramente al ritual festivo, a la alegría sin freno, la vida que burla por unos días a la que se vive el resto del año: cumplir órdenes, obedecer al amo, labrar el campo.
Sin duda, si nosotros comparamos nuestra experiencia del carnaval con la anteriormente mencionada, debiéramos emprender un viaje y llegar a lugares, como nuestra región andina, donde aún subsiste esta práctica con toda su energía.
Para quienes habitan las urbes, apenas es posible encontrar un débil eco de aquel jolgorio de antaño, atravesados por una experiencia de corsos organizados, procesiones valladas; espectadores de una fiesta que entre pomos de espuma y bombuchas de agua no termina de devolvernos esta sensación de protagonismo, mucho menos de desenfreno y liberación.
En medio de una vivencia en la que la Fiesta colectiva casi no emerge de nuestros calendarios, el mundial trae algunas de las emociones perdidas.
Participar del mundial no fue un acontecimiento limitado a amantes del deporte. De hecho, dudo que alguien haya podido sustraerse a la fiesta. A medida que el equipo de gladiadores argentinos atravesaba etapas, más fuerte era la presencia del clima “festivo”. Más se prolongaba la previa y los festejos posteriores. Más multitudes colmaban las calles con banderas, gorros, caras pintadas, bocinas, chicharras, clarines de bajo presupuesto.
El triunfo de la semifinal coronó el ansiado encuentro en el obelisco, y alimentó la expectativa sobre la gran fiesta de una Argentina campeona del mundo. Era una fiesta que todos creíamos merecer, aunque el rival se presentara como un gigante de seis brazos. Parecía que elementos inconexos como el nacionalismo, la pasión futbolera, la fe o el sentimiento de país subdesarrollado, se conjugaban irracionalmente para determinar un triunfo tan ansiado como necesario.
Tal vez podamos admitir que el mundial no tiene que ver demasiado ni con la fe, ni con el nacionalismo, ni con la revancha de los países en subdesarrollo hacia las grandes potencias. Ni siquiera podemos afirmar que tenga relación con el fútbol en sí mismo.
Ciertamente, el mundial dista mucho de ser una fiesta espontánea. Y sería un error crónico confundir lo masivo con lo popular. Ya sabemos, el mundial no acerca brechas, sino que las pronuncia más. Genera inversiones millonarias y negocios millonarios en países como Brasil donde los sectores más bajos no perciben ninguna mejora en su calidad de vida. Grandes negocios y grandes ganancias para los mismos de siempre. Entradas que distan de ser accesibles para los sectores medios y bajos, y que han sido tasadas para que los ricos de todo el mundo viajen, visiten otro país y gasten algunos de sus miles de dólares en disfrutar del espectáculo mundial.
Sin embargo, aunque probablemente no podamos escapar de estos fenómenos globales, podamos admitir que algo aquella vida festiva que nos fue arrebatada colmó durante varios días las calles.
Ciertamente, la multitud se congregó, de todos modos, en el obelisco. La fiesta merecida se canceló a minutos de que finalizara el partido. Los jugadores ya no eran percibidos como tal, sino como gladiadores en un lejano podio. Guerreros que habían hecho posible la fiesta, aunque la ansiada coronación no hubiera podido concretarse. Mezcla de alegría y de tristeza, una fiesta a medias, historia con mayúsculas que registraba una casi gloria.
Causaban extrañeza algunas voces que clamaban que “lo necesitábamos”. Probablemente, si hubiéramos preguntado por qué razón, cada cual hubiese argumentado algo distinto: por la inflación, por los fondos buitres, por Italia 90, porque en Alemania son todos nazis, por este excelente gobierno y por este pésimo gobierno.
El fondo de la cuestión ofrece una verdad más cruel y descarnada. El mundial no afectó jamás al destino de nuestras individualidades, y mucho menos el de un pueblo. El mundial nos prometía una fiesta, la más grande tal vez en mucho tiempo, y alegría, profunda e irracional alegría.
*Mijail Bajtín, La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento