Por Diego Piedrabuena. De pibe trabajador a primer ícono de masas del deporte argentino: la historia del boxeador Justo Suárez, su ascenso y final.
El nueve. Así le había puesto su padre para identificarlo entre los más de veinte hijos que el hombre tenía a cargo. Niño con solo un par de años de primaria, los básicos para leer y escribir, Suárez fue lustrabotas, changarín, juntador de grasa que caía de los carros parados frente a las factorías que dan nombre al barrio, que fue creciendo aumentado por oleadas migratorias a la par de la expansión del capitalismo agroexportador criollo reinante aún hoy en día.
Lo metió a boxear uno de sus hermanos mayores, y parece que despuntaba futuro en la época de guantes chicos y reglamento permisivo. A los catorce debuta como amateur, en el peso mosca. Hace una gran carrera, siendo campeón argentino mosca y pluma, y pasando al profesionalismo invicto. Ya se hace ver, desde su formación, su estilo. Atolondrado, atropellador, no se preocupa mucho por la defensa, pero se mueve tanto que no es fácil propinarle castigo. Deslumbra claramente en su estilo el apodo, “El torito de Mataderos”, y el lugar de pertenencia, el barrio, el lugar donde se crean los lazos y donde se forja una historia: la suya.
Debuta profesionalmente a los 19 años, en 1928, tejiendo una serie de victorias que van llenando cada velada en la que se presenta, donde el anhelo expresado en tantos tangos se hace real: del barrio al centro, de la camiseta al traje, del tranvía a la voiture. Se va volviendo ídolo, a la par que el boxeo deja de ser esa práctica de caballeros de alcurnia o de jóvenes de clase media -Firpo, tránsfuga de clase, expresa lo primero; Julio Mocoroa, lo segundo- para transformase en un deporte de masas apenas por debajo del fútbol en la pasión popular
¿De donde surge esa creciente veneración? ¿Cual es el origen de esta atracción por la violencia deportiva expresa pero contenida en un reglamento?
Quizás, la energía que provocaba el de Mataderos tiene que ver con su origen, el barrio de orillas, y como su carrera se ensambla a esto: sacrificio, aguantar lo que venga y devolver el doble.
“Torito” encarna, de múltiples maneras, el anhelo de los de abajo. Cada piña es una bolsa al hombro del estibador, cada ataque es levantarse de madrugada para seguir hacia un adelante que no vislumbramos, cada impacto es el desahogo popular en un contexto de crisis y hundimiento general. Esta popularidad explota en el 30′, a la par del crack capitalista del mundo. Ese año le gana el título argentino liviano a Julio Mocoroa, en el viejo estadio de River Plate, ante la impresionante cifra de 55 mil espectadores, record no igualado en el país, hasta el día de hoy, para un combate pugilístico. Choque de estilos -el platense un estilista, frente al peleador de ataque incansable que era Suárez-, pero también de clase – era egresado del Colegio Nacional de La Plata, y estudiaba odontología-, que se transformó en un clásico instantáneo, pero irrepetible: Mocoroa muere en un accidente a principios del ’31, en ruta hacia Buenos Aires, cuando se dirigía a firmar el contrato para la revancha.
Luego de obtener el título, viaja a New York, donde hace cinco peleas y las gana todas, sin bien con rivales de un nivel medio, dejando una gran imagen. Ese año conoce a una telefonista de Lanús, Pilar Bravo, con la que se casa. Vuelve, pelea en el año 1931 de nuevo en el estadio de Alvear y Tagle con el chileno Loayza y es la gloria: está Uriburu, el príncipe de Gales -Eduardo de Windsor-, el estadio lleno, tiene un tango compuesto para él, con la frase que lo haría famoso, “muñeco al suelo”. Con todo, en su entorno se comienza a ver algunos signos de agitación, de cansancio al entrenar, cosa extraña en alguien joven y disciplinado como él.
José Lectoure, su manager, creador del Luna Park y tío de “Tito”, decide afrontar una segunda gira por EE. UU. Su primera pelea es con Billy Petroelle, un probador de alto nivel, pensada como antesala al combate por el título mundial liviano. Suárez es derribado rápidamente, se levanta y empareja el pleito, pero a partir del séptimo recibe demasiado castigo, y pierde por KO en el noveno. Comienza el fin. Hace una pelea más, con un boxeador del montón, y empata a duras penas. Su Manager decide terminar la gira y retornar al país. Hay serios signos de preocupación. Luego de un combate menor, pierde el título argentino, por KO, con Víctor Peralta. Su salud ya tiene serios signos de deterioro. Las columnas de un boxeador, su familia y su entorno, se derrumban: su mujer se marcha, su manager rompe relaciones con él. En un año el incendio arrasador se vuelve gélida lluvia.
En el ’35 hay un desesperado intento por volver, con su amigo Juan Pathenay como rival. Más que combate, es una tragedia. Suárez apenas se sostiene, su amigo lo que menos quiere es propinarle castigo: claramente la tuberculosis ya estaba haciendo estragos. El árbitro suspende la pelea por falta de actitud boxística luego del primer round. Antes de bajar del ring, Pathenay estaba llorando. Mucha personas del público también.
Con lo poco que le queda de dinero, hace caso a los consejos médicos y viaja a Córdoba.
Luego de una par de años de pelea infructuosa con desenlace conocido, muere acompañado por una de sus hermanas, en las cercanías de Cosquín, el 10 de agosto de 1938, a los 29 años. Unos días después, como persiguiendo la similitud con Gardel en la sonrisa hasta el fin, su entierro es una reivindicación: su ataúd es llevado por la multitud desde la puerta del cementerio de Chacarita hasta el Luna Park, para ser traído luego de la misma manera. En este final, en su tango, en el magistral cuento de Cortazar retomando el habla popular de los ’30 en forma de monólogo interior del mismo Justo Suárez -“Torito”, en Final del juego-, el apodo que el club de barrio toma del boxeador, en su estatua, Justo Suárez sigue fluyendo como el de abajo que tocó la gloria y no renegó del origen. Materializa, ante la imposibilidad de la construcción colectiva, el arrebato individual: única posibilidad que parecen permitir las relaciones sociales vigentes.
La mejor forma de recordar al viejo ídolo de tiempos idos, sea, quizás, llegar a la gloria como él, pero de la única forma duradera: la de la construcción colectiva. Y, acaso, como dice Joyce Carol Oates, “El boxeo no es un deporte. Es la vida misma”.