Por Carlos Eichelbaum. Tras la reafirmación de la hegemonía política del Gobierno, voceros del kirchnerismo y de los grandes medios, lenguaraces asumidos de la derecha liberal, coinciden en pronosticar un pronto certificado de defunción al liderazgo de Hugo Moyano.
Los unifica la idea de que, frente a la crisis internacional y la necesidad de salvaguardar la continuidad del modelo de los agronegocios y la industrialización concentradora, y de su consecuente perfil de distribución de las ganancias, nada es mejor que garantizar conducciones sindicales todavía más disciplinadas y complacientes.
Se trata de la “competitividad sistémica” del modelo, según la definición del cuasi kirchnerista José Ignacio de Mendiguren, titular de la Unión Industrial Argentina. Lo que en términos más concretos quiere decir que, en principio, los desajustes planteados por los problemas de actividad y demanda de los grandes socios como China y Brasil, o por el retraso de la paridad cambiaria, o por los niveles de inflación, deben empezar a equilibrarse por la vía de un “pacto social” de hecho, en el que los sectores organizados de los asalariados acepten reducir sus demandas de actualización salarial hasta el punto de que no pesen en los costos laborales de las patronales.
Ese es el eje que articulará, presumiblemente, en los primeros tiempos del tercer mandato, la política oficial para el movimiento obrero en sus distintas expresiones.
La propia lógica de esta política en ese contexto no plantea, tan claramente como lo pretenden Clarín o La Nación, o algunos dirigentes kirchneristas, que para el desarrollo de esa política el Gobierno tenga como primera meta ineludible el desplazamiento de Moyano. Desde que Néstor Kirchner, en 2006 y 2007, jugó todo su arsenal para neutralizar la ofensiva antimoyanista de los “gordos” de la CGT y el barrionuevismo, Moyano vino jugando con toda aplicación y convicción el papel de moderador de las reivindicaciones salariales de los gremios en las rondas anuales de discusión paritaria a través de los apresurados acuerdos del gremio de Camioneros con sus patronales por porcentajes y escalonamientos alejados de exigencias “radicalizadas”.
Está claro, en todo caso, que el tipo de relación entre el Gobierno y Moyano está sometido a un replanteo, a una renegociación. Y que, en la más pura tradición del sindicalismo vandorista -que el dirigente camionero cultiva con entusiasmo-, el proceso de negociación implica presiones y hasta aprietes verbales como los que se escuchan en estos días. Con una dinámica inversamente proporcional, desde el Gobierno se opera para fomentar desde las declaraciones de guerra del núcleo del sindicalismo empresario, al estilo del lucifuercista Oscar Lescano, las movidas de “gordos” e “independientes” –los ubicuos Andrés Rodríguez y Gerardo Martínez-, hasta las columnas llenas de “trascendidos” de los grandes medios.
Por supuesto, en la renegociación el Gobierno también presiona con la posibilidad de cambiar de “pata gremial” para pasar a sostenerse en el tipo de inserción que tienen los “gordos” en el poder económico. Moyano –fiel a la citada tradición vandorista-, expresa después de todo un proyecto laborista con mayor pretensión de participación en espacios institucionales, proyecto que para sustentarse requiere también más consecuencia en el ejercicio del papel reivindicativo de los aparatos sindicales.
Del resultado de la renegociación de los términos de la alianza con Moyano dependerán, además, las características del futuro de la relación del Gobierno con la CTA de Hugo Yasky, que venía fortaleciendo sin pausas su matiz oficialista desde que, con el apoyo indisimulado del ministerio de Trabajo y de la Justicia con orejas atentas a las indicaciones de Ejecutivo, pudo romper la CTA original tras la elecciones de la central en las que fue derrotado por el sector de Pablo Micheli.
El problema es que la ruta oficialista de Yasky estaba delineada como un camino de acercamiento creciente con las posiciones de la CGT de Moyano. Resulta más difícil imaginar que el disciplinamiento de la CTA de Yasky –con matices internos que contienen hasta, por ejemplo, el sindicato de trabajadores del subte- vaya adoptando los modos de una CGT reconvertida al estilo de los “gordos”.
Para la CTA de Micheli la política sindical y laboral del Gobierno plantea menos interrogantes que los tironeos de su propia superestructura. Algunos nombres de mucho peso de la conducción de esa CTA –Víctor De Gennaro, Claudio Lozano-quedaron muy comprometidos con los planteos generales de Hermes Binner y el Frente Amplio Progresista. El problema consiste en que en los días inmediatamente previos a la elección Binner dejó una definición que lo acerca mucho al planteo del “pacto social” de hecho del oficialismo. “Los trabajadores no deben pedir aumentos de salarios”, sentenció sin ninguna piedad por la representatividad que ostentan sus socios de la CTA.
En todo caso, son las bases de esa CTA, en muchos casos generadoras de instancias de organización críticas en la interna de la central, junto con el conjunto de los trabajadores, los que tendrán que tratar de que las necesidades de los sectores populares no se subsuman en las políticas laborales y salariales del Gobierno y en un juego de tira y afloje con los aparatos de dirigentes de una u otra línea.
Otras instancias de organización de los trabajadores, como por ejemplo las que representan a los precarizados, o a los contratados en las cooperativas populares, también tendrán su voz para intentar determinar el perfil de la relación entre el poder institucional y el conjunto de la clase trabajadora en el nuevo período presidencial kirchnerista.