Por Tomás Astelarra*. Segunda parte de este relato del autor sobre nuestra América profunda.
Si uno buscara una palabra para definir Colombia, abundancia sería sin duda la más adecuada. Selvas, montañas, llanos, lagos, playas, desiertos, cientos de ríos, dos mares, tres cordilleras y una variedad de frutas, ritmos musicales y tesoros arqueológicos que dejan pasmado a cualquier viajero. Ochenta pueblos originarios con sesenta y cuatro lenguas vivas, una extensa amalgama de pueblos afrodescendientes y campesinos, pobladas urbes rebosantes de modernas propuestas culturales, amen de algún gringo loco dando vueltas por ahí. Oro, petróleo, carbón, níquel, uranio, esmeraldas y algunos de los principales recursos del tercer milenio: fuentes de agua dulce, oxígeno, energía, 365 días de sol al año, abundantes lluvias, fuertes vientos, dos cosechas al año, una orbita geoestacionaria ideal para retransmisiones satelitales y, con apenas 0,7% de la superficie mundial, el 10% de su biodiversidad, 56.189 especies vegetales, 1.752 aves, 358.000 mamíferos y 583 variedades de sapos, por dar un ejemplo. Eso sin contar las diferentes formas de cocinar una arepa.
Jamás estuvieron tan cerca los españoles del mito del El Dorado como en la laguna de Guatavita, Cundinamarca, y el chiste ese de que Dios está sobre el mapa ubicando los recursos naturales del planeta y de repente se zarpa y pone un montón de animales y plantas en una sola región, y entonces un ángel pregunta: ¿no será demasiado? y Dios responde: tranquilo que acá pongo a los colombianos (argentinos, chilenos, bolivianos…). Yo se que lo cuentan en todos lados. Pero en Colombia cobra otro sentido.
Detrás de esa abundancia llegaron los piratas y colonizadores, los traficantes de esclavos y oro, las empresas petroleras, los consumidores de cocaína, los vendedores de armas, los empleados de la ONU, los especialistas en leyes y los periodistas que crean la realidad. En medio de sus estrategias quedaron apresados como siempre los sobrevivientes de los pueblos indígenas, los campesinos desplazados por las guerras civiles o las fuerzas armadas, también las negritudes alguna vez desenraizadas de su tierra para funcionar como mano de obra barata para luego, una vez que aquello dejó de ser políticamente correcto, ser liberados al azar de los vaivenes de este bendito descalabro mundial, dizque una esclavitud moderna que también pueden sufrir los empleados de supermercado o aquellos tipos que optaron por comprar un arma para escapar de la miseria ejerciendo la violencia legal o ilegal, situándose en algunos de los múltiples bandos que se aprovechan de ella: narcos, paracos, guerrillos, tombos, milicos, gendarmes, seguratas, atracadores y servicios de inteligencia. La abundancia es posibilidad y esos mismos que siembran la muerte y el terror en los barrios periféricos pueden invitarte un trago, un cigarrillo, una comida o una rica charla. Una respuesta valiente y sincera puede salvarte la vida, una confusión quitártela. Policías que te devuelven la marihuana requisada o te invitan a fumar, paramilitares custodiando a un grupo de malabaristas en viaje por la Sierra Nevada de Santa Marta, taitas que matan guerrilleros con un rayo, doñas que le prenden velas a la foto de un narcotraficante, poetas, periodistas o académicos de prestigio internacional encarcelados sin pruebas como supuestos subversivos, sicarios pagados por esas mismas multinacionales que venden felicidad en la televisión jugando al fútbol con cabezas de campesinos asesinados con motosierra mientras que los cadáveres de jóvenes inocentes de zonas periféricas son presentados como terroristas por un ejército comandado por un presidente narcotraficante que vende su receta de paz por el mundo entero.
Frente a esa realidad es natural el miedo, el encierro, la inmovilidad, la individualidad, el anhelo de una seguridad que nunca es suficiente, la voluntaria desinformación o las justificaciones a medida para sostener la complicidad de una sociedad inerte ante todo este sangrante presente globalizado. Una lógica que cubre el mundo entero, al menos la región que me ha tocado conocer. Las murallas las construyen los países desarrollados y los empresarios exitosos de los países subdesarrollados. También las madres y los noticieros. Yo se que lo cuentan en todos lados. Pero en Colombia, cobra sentido.
Intempestivamente nos internamos hacia la derecha por un pasillo que por oscuro no llega a ser turbio. La humedad tropical se mezcla con el olor del almuerzo y un dulzón aroma a marihuana. Subiendo las escaleras, una luminosa habitación resguarda entre mantillas de encaje una regordeta señora que mira hacia el horizonte con cierta resignación. Una niña de no más de cinco años hace guardia a su lado. Es el tipo de belleza que elegiría un proxeneta.
-Abuela – avisa en un grito agudo y dulce como la panela.
La doña gira lentamente sobre su cuerpo y deja ver su rostro, mezcla de india, negra y criolla, facciones regordetas, ojos profundos, tez color café y un denso misterio implícito en la mirada. Se mueve con la tranquilidad de los que tienen el poder de acabar con tu vida, respira pesadamente por el calor, la humedad y cierta enfermedad terminal con la que parece batallar de manera sobrenatural mientras sigue tejiendo los hilos de la vida familiar. La historia ligada al crimen y la magia negra que me contará el Pipe horas después en el parche no es rara en Colombia, violento matriarcado donde las doñas levantan familias enteras huyendo de la muerte, la pobreza o el desarraigo, siempre a fuerza de perder a sus hombres, sus hijos, sus nietos…
-Buenas tardes Abuelita Dora, ¿cómo anda uste su mercé?- saluda reverencial y adulador mi amigo- Le presento a mi parcero Tomás, es de Argentina madre, acaba de llegar y está deseoso de fumarse un buen bareto colombiano.
-¿Argentino?- me pregunta
-Si señora – respondo tímido
-Mi marido tocaba tangos. En paz descanse Antonito, Dios lo guarde en la gloria que nunca tuvo en vida ¿Y a que se dedica usté m´hijo?
-Soy músico y artesano.
-Un gran músico Abuelita Dora. Pidále lo que quiera- miente Pipe.
-¿Y no se sabe esa de los hermanos Visconti, Mama Vieja?
-No madre, no me la sé. Pero puedo cantarle una chacarera.
-¡Marita!- grita la doña
-¡La guitarra Marita!- amplifica la niña y sale disparada por las escaleras agitando un estruendo de maderas viejas.
Al poco rato una joven de veintipico me alcanza una guitarra criolla afinada y reluciente a pesar de los años. La chica es tan hermosa que da miedo mirarla.
Preso de un indescriptible temor que trato de ocultar a toda costa entono suavecito una de Atahualpa Yupanqui.
Tras un instante de rígida tensión, Mama Dora se relaja y cierra los ojos. Luego de un par de segundos que parecen eternos esboza una mínima sonrisa. Sobre el final de mi interpretación aplaude gentil y casi efusiva. Pide Por una cabeza. Y yo que nunca toqué tango, valla a saber uno en que impulso del destino, me mando a tocar una versión casi reggae de Cambalache. Algo de mi acento argentino, esa pizca de caradurez y el reconocimiento posterior acerca de mi total desconocimiento del género me sacan del apuro. Nada más peligroso que tomar por tonto a un personaje como la Abuelita Dora.
-Tan loco el argentino que no sabe tango. La próxima no me valla a venir sin haber estudiado m´hijo – me regaña amablemente mientras lanza una carcajada y pregunta apurada cuanta bareta queremos.
-Tres luquitas abuelita – responde Pipe – Sea buena y nos da una libra.
Hace una seña y dos chiquilinas van y vienen con un inmenso trozo de verde y fresca marihuana prensada. Mientras mi amigo sigue con las formalidades del caso, yo observo atónito el bloque que tengo entre las manos. Saliendo a la calle me doy cuenta que no tengo la más mínima posibilidad de ocultarlo entre mis ropas (un par de bermudas, una camiseta y dos abarcas).
-Póngaselo en las huevas parce. Todo bien con los tombos. Vamos a bajar por el cementerio para no dar papaya- murmura el Pipe apurado – Llévelo con calma. Acá nadie se asusta si usté lleva las cosas con calma.
*Tomás Astelarra es economista, periodista, escritor y músico. Ha recorrido sudamérica como miembro de la Domingo Quispe Ensamble. Fue corresponsal para Rolling Stone, Hecho en Buenos Aires, Sudestada, Al Margen y otros medios. Escribió los libros Aforismos Ronateros (cuentos patafìsicos, 2003), Haikus Sudakamericanos (postales, 2007)), Polski Slownik (diccionario polaco, 2008), Andanzasenabarcas (cuentos de viajes, 2011) y compiló la antología de crónicas periodísticas Por los Caminos del Che (Sudestada-Ed. Continente, 2012). El presente relato es un adelanto de su libro Colombia Tierra Querida.
www.domingoquispe.blogspot.com