Por Alicia Morón. Sobre Velcro y yo, de Martín Rejtman (Mondadori, Buenos Aires, 2011).
Velcro y yo es un libro de cuentos publicado originalmente en 1996 y no reeditado hasta el año pasado. Martín Rejtman hace allí muchísimas cosas.
En los cuentos de Rejtman suceden situaciones de lo más corrientes: los personajes miran películas, van al supermercado, fuman, van a bailar, van al gimnasio. Sin embargo, la velocidad que Rejtman le imprime a su narración hace que sus historias sean fantásticas sin necesitar de ningún acontecimiento fantástico. Lo fantástico es la velocidad misma. Los personajes no conocen el aletargamiento y no pueden parar de hacer cosas, una detrás de la otra, como salteando las pausas, como haciendo un vertiginoso zapping consigo mismos. Actúan impulsados por la inmensa proliferación de cosas que los rodean, como si fuese una locura no hacer todo eso, aunque no se sepa para qué se lo hace y aunque todo sea tan extraño y rápido. Se trata de compradores impulsivos de ofertas.
La fecha de publicación original de estos cuentos (1996) vuelve a medida que los leemos: los noventas argentinos, la economía dolarizada, el auge del consumo, la creciente liviandad de las relaciones. Rejtman hace un retrato magnífico de la década menemista, como si no se le hubiese escapado nada: en seis cuentos, en doscientas páginas, está —o mejor aún, parece estar— todo. Rejtman, por ejemplo, en una de las tantas maniobras afortunadas de su narración, hace que los nombres de las marcas aparezcan como palabras que dicen cosas, a la vez que indican mucho más que ellas pero sin especificar qué, y se vuelven así nombres de seres extraños cuya entidad no se entiende bien. Con las calles, con los nombres de actores y de películas, Rejtman hace lo mismo: no parecen alusiones a una cultura conocida, sino irrupciones más allá de toda referencia. Y los personajes se internan en ese nuevo mundo rapidísimo y extraño sin hacerse demasiadas preguntas. No son personajes que no tienen dónde ir y dan vueltas indecisos sobre el futuro (tales son los que asomaron con la literatura argentina de los 2000): acá los personajes ya han llegado hace rato donde se suponía que debían estar, parecen estar ahí de lo más cómodos, y no dan tumbos, sino que pasean.
Rejtman maneja el tono justo como para hacernos sentir el ridículo y la superficialidad de ese mundo, pero no da ningún sermón y su mirada tampoco es cínica o burlona. Hoy es corriente hablar mal de los años noventa, la década de la dilapidación, el desguace, la farsa y la estafa; hoy parece que los únicos que tienen algo bueno que decir de aquel tiempo son los nostálgicos del menemismo y de la paridad cambiaria del peso con el dólar. Pero Rejtman, en 1996, no necesita hablar de su presente en términos condenatorios y ve mucho más que la superficialidad, el ridículo y el vértigo. En sus soledades, los personajes se hacen inmediatamente amigos de desconocidos, se refugian verdaderamente unos en otros y se acompañan. A pesar de las separaciones, los abandonos y las traiciones, sus personajes tampoco tienen lugar para el rencor y el odio. ¿Es solamente porque estos personajes son tan banales como su tiempo? Es una explicación posible. Pero Rejtman los trata con cariño, como si en ellos hubiese algo que no se rompe a pesar de la excesiva velocidad. Quizás se trata de que sus personajes, aunque sean llevados por un impulso que no es de ellos, aceptan lo extraño. Quizás la década del noventa, en su notoria desvergüenza, fue la que nos hizo aprender a aceptar mejor lo que no se explica, a no pedirle explicaciones a todo. Es cierto que en tales gestos se ha visto un signo de derrota e impotencia; no menos cierto es que toda derrota habilita algo sin que ello sea necesario pacto con los que ganaron.
En cualquier caso, esta pregunta acerca de qué de positivo pueden habernos dejado los noventa no se me había presentado nunca con tanta contundencia como ante la lectura de estos cuentos de Rejtman. De momento, lo prudente es decir que sin duda dejaron Velcro y yo, un libro muy divertido y un poco melancólico, sobre personajes que no tienen ningún problema en invitar a cualquier persona a sus casas.