Por Juan Pedro Denaday. En el marco de la crisis mundial, la situación económica de Argentina revela los puntos fuertes y las limitaciones de las transformaciones producidas por las tres gestiones desde el 2003. En este contexto se enmarca el conflicto entre Cristina y el máximo líder sindical.
Aunque no afrontemos los pronósticos catastróficos que los agoreros de la city practican desde hace tiempo como deporte nacional, ya es diagnóstico compartido que la situación de contracción económica internacional no puede más que repercutir en todas las latitudes, incluida la nuestra.
Nuestro país ha ganado en soberanía a través de un conjunto de medidas macro-económicas ampliamente conocidas -las últimas fueron la recuperación de YPF y la reforma de la Carta Orgánica del Banco Central- que nos permiten afrontan la crisis internacional con medidas contra-cíclicas cuya resultante es muy diferente a si se aplicaran las medidas de la ortodoxia neoliberal, una verdadera irracionalidad que sólo puede estar en la cabeza de economistas formateados por la formación neoclásica. No obstante, Argentina se encuentra en buena medida expuesta no precisamente por lo que dicen los liberales, sino porque todavía mantiene una economía altamente extranjerizada, que provoca constante fuga de capitales por gira de divisas; mantiene buena parte de sus actividades desreguladas y sin carga impositiva; conserva una estructura oligopolizada en las ramas claves de la economía, lo que otorga un enorme poder al capital como formador de precios; la renegociación ha aliviado pero no eliminado el peso financiero del pago riguroso de la deuda externa; aunque ha ampliado considerablemente su mercado interno a través del estímulo de la demanda agregada, en términos estructurales la industrialización es parcial y seguimos en condiciones de fuerte dependencia con respecto a nuestra estructura agraria y su capacidad de colocación en el mercado mundial. Avanzar en el desarrollo de una economía endógena y auto-sustentada estratégicamente planificada por el Estado, con actividad privada pero en función social, no puede hacerse de la mano de “burgueses nacionales” con escasa vocación de tales, sino apoyados en el pueblo y los trabajadores organizados.
Es ya evidente que desde la partida de Néstor Kirchner han ocurrido varios cambios en la forma de conducir el proceso político. Se ha visto fortalecido un núcleo duro en torno a la Presidenta Cristina y agrupaciones juveniles y territoriales, cuya bisagra puede considerarse el momento de cierre de listas en el 2011. Sobre esta base se desarrolla un creciente sectarismo político, con una forma dicotómica de plantear los debates que roza el fundamentalismo. Quien cuestiona algo, es prácticamente empujado a la oposición. La mayoría de los ciudadanos que no son protagonistas de las “minorías activas”, e incluso algunos politizados, coinciden con aspectos de este gobierno y disienten en otros, por fuera de la lógica maniquea. Los discursos convocando a la “unidad nacional” de Cristina no se condicen con la actitud de su núcleo político y tampoco con muchas de sus actitudes y discursos, como el que dirigió contra Moyano previamente a la movilización a Plaza de Mayo la semana pasada. Un discurso cargado de exabruptos e injusticias, aunque no se lo adviertan los adulones y alcahuetes, que siempre han existido, pero ahora sobreabundan en el periodismo y la militancia oficialista. Cuando Perón volvió al país luego de 18 años de exilio había aprendido en buena medida la lección de los equívocos de su segundo gobierno: sin renegar de su anti-liberalismo económico, que fue incluso más marcado que los precedentes (para esto se puede leer el libro de Ricardo Sidicaro, Los tres peronismos), advirtió que se necesitaba de una apertura y una democracia vigorosa en el plano político. Como sabemos esta perspectiva estaba además en buena medida orientada a aislar a la incontrolable violencia política en curso, acicateada por extremismos y violencias diversas, que en su conjunto facilitaron el golpe de Estado.
Esta inclemencia en el ataque del oficialismo al actual Secretario General de la CGT va a dar como resultado un debilitamiento del sindicalismo y especialmente va a abortar un debate político con el único sector que podía proponérselo al oficialismo dentro de la tradición nacional. No es difícil operar contra su figura, dado que el rechazo que genera no es novedad para nadie en un país con un fuerte componente de clase media, social y sobre todo cultural. Allí tal vez se encuentre uno de los límites difícilmente franqueables para su proyección como un “Lula argentino”. Moyano no es una “carmelita descalza”, como ninguno de los actores sociales y políticos relevantes de la argentina actual, sea de los mundos sindical, empresarial, periodístico y político. Lo que sí puede ostentar es un grado de coherencia del que carecen otros sectores del peronismo, sindicales y políticos. El líder camionero está rodeado de un equipo de hombres y sindicatos (Piumato de Judiciales, Schmit de Dragado y Balizamiento, Plaini de Canillitas, el SUTPA y la Juventud Sindical conducida por Facundo Moyano) que han mantenido en alto viejas banderas del sindicalismo peronista, bregando por la profundización del modelo en un sentido nacional y popular, cuya tradición se remonta a los programas de La Falda y Huerta Grande y a los 26 puntos de Saúl Ubaldini. La diferencia es abismal entre su proceder -un hombre que resistió con su gente en la calle desde principios de los noventa las políticas neoliberales- y el de Oscar Lescano, con quien se fotografió la Presidenta, que tuvo un récord de despedidos y fue cómplice y participe de las privatizaciones y la flexibilización laboral. Deteriorar al moyanismo para favorecer a estos sectores en un contexto de crisis, no es síntoma de buenos augurios. Acorralado, Moyano también puede estar compelido a cometer errores políticos que pueden ubicarlo en un campo que no es el suyo. Debe cuidarse porque es a lo que apuestan sus detractores “progresistas”.
No es la primera vez que sectores del progresismo político atacan al sindicalismo peronista desde teorías que apelan a una suerte de “teoría de las corporaciones”, donde por un lado todas serían iguales independientemente de su contenido social, y por otro se tiene la ilusión de que puedan dejar de existir, cuando son una realidad insoslayable del mundo contemporáneo. A principios de los ochenta, la Ley Mucci del alfonsinismo apostaba a debilitar al sindicalismo peronista, como siempre, bajo la bandera de la “democratización”. Un modelo de fragmentación sindical al estilo chileno no puede más que debilitar al sindicalismo por más “democrático” que aparezca formalmente (al respecto remitimos a http://www.elortiba.org/notapas1297.html). No es la primera vez tampoco que desde el poder político se ataca al sindicalismo apelando a un verticalismo peronista mal entendido. Claudio Díaz, en su Historia de lucha de los trabajadores y la CGT nos retrotrae a los argumentos esgrimidos cuando Menem puso al sindicalista Jorge Triaca, “dialoguista con la dictadura y tenue con el radicalismo”, al frente del Ministerio de Trabajo: Esa designación se entendió mucho más cuando, apenas asumido, el propio presidente le declaró la guerra a los gremios en estos términos: “…el sindicalismo no tiene que entrometerse en temas políticos y debe acabar con su permanente actitud de confrontación” (Clarín y La Nación, 29 de julio de 1989). Es decir: del remanido espiche de la democratización sindical instalado por los medios durante el alfonsinismo, se pasaba a la exigencia de contar con gremios lavados y livianos que guardaran los bombos y dejaran de reclamar lo que les correspondía, porque la política les iría “dando respuesta” a medida que pasara el tiempo. Había que congelar la protesta y esa “nociva” costumbre transmitida por Perón de discutir los programas económicos, aunque casi siempre estuvieran hechos, justamente, para disciplinar a los trabajadores.