Por Alan Ulacia*. Toreaba al horizonte una inmensa nube gris. Como un poncho infinito, amenazaba con cubrirlo todo de oscuridad, de frío y de silencio. Por su parte la Llanura expectante de un algo estaba. Quizá de un sacrificio sanguíneo, porque como en la noche Luna no había, cada gota de rojo podía reclamar para sí.
La pulpería El Reviente era el único punto que interrumpía el profundo diálogo entre la noche, la soledad y las brisas que peinaban el pastizal, arrancándole, por cierto, agudos y misteriosos acordes. Pero adentro los hombres no reparaban en tales sutilezas. Con sus cuchicheos y candores redefinían la cosa, convirtiéndola en algo mucho más simple: grasa chamuscada, alcoholes rancios y un fuerte olor a cópula. Eso definía la identidad del local, famoso por no admitir ni poetas ni cantores, ni guitarras. Como mucho, tal vez, un truco o un duelito fraternal para calentar la musculatura profunda que la caña no llegaba a mojar.
– ¡Envido! – gritó un peoncito.
– No – dijo el viejo mientras acariciaba el mango de su metal oxidado.
Luego un cinco de copas se clavó en la humedad de la madera.
– Estos dos se agarran… – dijo al instante otro con un don infalible para anticipar la riña.
Y la Llanura ya se relamía sus verdes labios, sedientos de venganza y odio hacia su gaucho, ese que la supo domar, tan solo siguiéndole el juego.
– ¡Truco entonces!
– Déle.
Heroísmo había poco en el viejo. Más bien representaba un fresco de la miseria y el sufrimiento. Paisaje humano habitual, cuando en una tierra desembarca la invasión y la conquista. Don Gallo le decían al viejo, por la flácida papada que derramaba su cuello. De joven: corpulento, campesino, enérgico. Entre las tropas de Martín Güemes había estado. Se incorpora a la montonera cuando el realista Pedro de Olañeta retoma la invasión del Norte. Acribilla godos durante cinco años, camuflado en la yunga o en el monte. Sus interminables monólogos, que narraban fielmente la defensa de la frontera, ya aburrían a los visitantes de El Reviente, pero persistían tozudos, como los ecos de la Revolución, la Independencia y sus guerras. Luego, ya en paz, se dedica a poblar Salta con sus muchos bastarditos. Ya es un hombre maduro cuando en los mares del Sur prueba suerte. Es de los primeros en animársele a la ballena, esa que luego apodan franca, por su docilidad frente al arpón. Pero los años, el océano y el celeste titán, lo doblegan. Entonces viaja a la pampa y se arropa con el destino de la errancia, se funde con el caballo, para luego envejecer y morir. Y así lo hace: envejece y mil arrugas tajean su rostro. Pero no muere, vive como un fantasma, sin más rumbo ni propósito que la grupa como almohada.
Pero aquella noche, con la pulpería El Reviente como escenario y el truco como excusa, había decidido, cansado de la vida, morirse. Y el peoncito que lo desafiara en el perfecto ejecutor de su oscuro plan se había convertido, sin saberlo. Sobre éste último poco puede ser contado, porque pisaba la veintena de años. Quizá baste decir que era alegre y le gustaba truquear.
– Sí quiero, y va ésta – agrega Don Gallo.
Seis oros matan al infame cinco. Dos cuatros le quedan al viejo, acaso su triste invariante existencial. Suelta uno, de oro.
Un rey de bastos se desploma sobre la mesa, digno.
– ¡Quiero retruco!
– ¡Quiero vale cuatro!
– Venga, y si me ganás te clavo.
Un siete fuerte arroja el joven, en silencio.
Gana el joven…
Al tiempo que deja caer el naipe restante, Don Gallo se erecta relampagueante, su viejo poncho flamea. Y la Luna ahora sí se asoma a pispear, porque es carroñera y huele la inminencia de la sangre, como un buitre de marfil. El peoncito no se amedrenta y acepta el duelo, no sin antes inocular el ácido de una risotada socarrona.
En El Reviente el tiempo se detiene…
Insulta al aire la primera estocada.
Al resto del borracherío se le vacían las cuencas de los ojos, blancas de morboso placer, babeante y cruel. Destripados pueden quedar los dos hombres que nadie intervendrá. Rige ya la Ley del Acero.
En respuesta al afilado agravio, un cuchillazo filetea el magro brazo del viejo, que de seco ni sangra. Retruca Don Gallo: exhibe su pecho desafiante, e insta al tajo final, para conquistar su muerte y su esperada redención. Pero el peoncito dibuja con la mano un gesto y se da vuelta. Siente lástima, porque es noble. No quiere manchar su reputación con el pecado de matar a un pobre gaucho loco. Ahí nomás, Don Gallo se abalanza ardiente y hunde en la espalda del muchacho el óxido de su daga (a un Infernal robada, cuenta siempre). El cuerpo cae, convulsiona por inercia unos segundos, y duro como una piedra, hecha frágiles raíces en el suelo de pinotea.
Nadie acusó conocer al peoncito. Un par de almas piadosas tuvieron al rato la delicadeza de sacar su cuerpo al llano, para dejarlo sin sepultura, a la espera de una voraz extremaunción canina. El cadáver se enfrió, violáceo como una vena. Y de a poco la sangre abandonó su humanidad, succionada por el subsuelo de la Llanura, que aceptó gustosa la ofrenda. Y sus negras entrañas palpitaron, devolviendo al cielo gris y sin estrellas los ecos de lo que sería una historia y un destino común. Pues la sangre del joven sacrificado se filtró en los intersticios del tiempo, y bañó la teluria con el barniz de una esencia irrebasable, y rellenó la indeterminación de las formas, las dotó de sentido, pero eliminó el esperanzante patrocinio de la voluntad de los hombres como signo de una tierra. Llanura, Luna y Sangre urdieron un pacto, y desde lo profundo emanaron una melodía confusa, paradójica “Civilización y Barbarie” la llamarían luego los doctos.
Don Gallo nada de esto pensó, pero lo intuyó en la piel. Pidió otra caña y se mudó más cerca de la ventana, para espiar a través del vidrio empañado, el cuerpo de su adversario muerto. Y en la pulpería nada más se dijo, salvo ese que las riñas podía profetizar, que a un burlón “Vieron…” se animó. Pero bien por lo bajo, para no acicatear al nuevo matrero que a limpia traición había ganado la jornada, y el favor de las damas. Postrado, ya casi parte del cuero que cubría su silla, Don Gallo reprimió un llanto abismal, y ahogado de angustia, soltó un débil gemido; acaso un símbolo, un oráculo que condensaría el drama de una Nación y sus Futuros. En su pequeñez, nunca supo que aquella noche había escrito los primeros compases de la inquietante melodía: lo viejo, la tradición anquilosada y decadente, aniquilando, encadenando la posibilidad de que lo nuevo, lo profundo, lo vital, emerja. Pero Llanura, Luna y Sangre saben que ambas fuerzas, aquella noche corporizadas en el viejo y en el muchacho, están mezcladas: que su pugna, su duelo, es necesario y contradictorio, azaroso e incuestionable como las cartas.
Las pocas velas que iluminaban El Reviente se extinguieron. La salamandra se enfrió. La pinotea absorbió, una vez más, la densa mugre. La puerta se abrió de tanto en tanto para expulsar a los borrachos, a las prostitutas y a los cantores que habían reprimido la voz. ¿Y Don Gallo? Al fin todo fue tristeza para el viejo gaucho, que al rato se durmió, hundido en mares de alcoholes, desesperanzas y un etéreo guitarreo.
Afuera la Luna y la Llanura eructaban satisfechas, un viento macabro.
Pero de golpe un húmedo sopor rellenó el aire, inyectándole la eléctrica densidad que antecede la lluvia: la diosa del fértil brotar. Y entonces la triste y gris noche que techaba el descampado se astilló, cuestionada por el primer relámpago.
(*) El autor nació el 11 de octubre de 1986 en Capital Federal. Estudió Ciencias Políticas en la UBA. Es escritor y periodista.