Por Tomás Guevara. El 1 de julio se lanzaron los Certificados de Depósitos para Inversión (CEDIN) que emitirá el Banco Central como uno de los instrumentos financieros que forman parte del régimen de exteriorización (blanqueo) de capitales.
Las primeras semanas serán de tanteos, dudas, expectativas. Si bien el comienzo es más lento de lo que el Gobierno esperaba, será necesario esperar al menos un mes para poder tener una evaluación fundada.
En gran medida, el CEDIN implica un retroceso en la acertada intención del Gobierno de promover la pesificación del mercado inmobiliario. Recientemente, dos artículos del diario Página/12 (Columna de Alfredo Zaiat del 06/07/2013 y Suplemento CASH del 23/06/2013) difundieron el trabajo académico de Gaggero y Nemiña, investigadores de la UNSAM, que reconstruyen históricamente el proceso de dolarización de este mercado. Concluyen que la dolarización tiene menos de cuarenta años de vigencia y no fue un proceso “natural”: estuvo enmarcado en políticas públicas por parte de sucesivos gobiernos que directa o indirectamente la promovieron.
Los investigadores aluden a tres factores interrelacionados: una historia de recurrentes crisis cambiarias y un contexto de inflación persistente, la liberalización del sistema financiero y cambiario operada por la dictadura y la liberalización del mercado de vivienda operada entre 1976-1979. De la misma manera, para desdolarizar son necesarias políticas públicas mucho más sofisticadas que la mera restricción ensayada hasta ahora.
Lo que sorprende de la dolarización del sector inmobiliario es que, a diferencia de otras actividades, la construcción tiene casi la totalidad de sus costos pesificados. Casi no hay componentes relevantes que requieran ser importados. Y entonces, ¿cómo es que una mercancía cuyos componentes se producen íntegramente en el mercado local se transa en dólares? La explicación hay que buscarla en dos factores, uno general, y otro específico de nuestra economía, que es necesario sumar a los factores históricos que señalan los mencionados autores.
La propiedad inmueble por sus características intrínsecas funciona como reserva de valor. En primer lugar porque es un bien durable, muy durable, lo que es un requisito básico para resguardar el valor. En segundo lugar, porque su consumo es inseparable del suelo que le sirve de soporte. El suelo urbano también es un bien durable, pero además es irreproducible, tiene un stock fijo, lo que quiere decir que su precio depende de la demanda y de su capacidad de pago, ya que la oferta es prácticamente fija. Esto implica que, a largo plazo y con excepción de oscilaciones temporarias y momentos de crisis de sobreacumulación, el suelo y la propiedad inmueble muestran una tendencia al aumento sostenido de su precio en el tiempo. En tercer lugar, dado el bajo nivel de composición orgánica del capital que existe en el sector de la construcción (la tecnología que se usa es relativamente sencilla y mano de obra intensiva), el valor de las construcciones tiende a aumentar en términos relativos al resto de las mercancías, que en general tienden a aumentar la composición orgánica del capital por el influjo del cambio tecnológico y la innovación. Por estas razones, al menos, es que la propiedad inmueble es tan buena como reserva de valor.
Pero, además, en el caso argentino, esta característica se profundiza, por dos factores vinculados. En primer lugar, la existencia de un sector de ingresos medios relativamente extendido en nuestro país determinó que la capacidad de ahorro, especialmente pequeños y medianos ahorros, esté mucho más extendida que en otros países de la región. No obstante, y en segundo lugar, el sistema financiero ha mostrado históricamente una gran incapacidad para captar este ahorro y canalizarlo en instrumentos de crédito, tanto hipotecario como a la producción. El sistema financiero local es muy restringido y no responde a las necesidades del aparato productivo ni a las demandas habitacionales de la población. Actualmente se concentra en rubros como los préstamos personales y las tarjetas de crédito, siendo la proporción de créditos hipotecarios muy baja en la relación al PBI, comparado con países como Chile o Brasil. Como resultado, los pequeños y medianos ahorristas generaron como hábito arraigado el ahorro en divisas extranjeras, fundamentalmente en dólares, y en “ladrillos”.
Pensando a mediano y largo plazo -más allá de la existencia coyuntural de los CEDIN por la necesidad de corto plazo del Gobierno de mantener la actividad económica, cuidar las reservas y controlar al dólar blue, especialmente en un año electoral- la discusión sobre la pesificación del mercado inmobiliario no puede ser abordada independientemente del funcionamiento del sistema financiero y su capacidad para canalizar el ahorro nacional en pesos hacia fines socialmente útiles. Es necesario que se generen instrumentos atractivos y eficaces de ahorro en moneda nacional, lo cual trae aparejado todo una discusión macroeconómica sobre su vinculación con la inflación, las tasas de interés y cómo éstas afectan o no a la actividad económica. Algo interesante en relación a esto se intenta hacer con los Bonos YPF. Nada sencillo. Pero obviando el debate, seguro que no se va a resolver.
Sólo desmontando las condiciones estructurales que hicieron de los “ladrillos” una de las alternativas predilectas de los sectores con capacidad de ahorro se podrá revertir esta cultura tan arraigada, que ha trastocado por completo el funcionamiento del mercado inmobiliario y que explica, en parte, por qué dicho mercado funciona completamente disociado de las necesidades habitacionales de la población a las que debería satisfacer.