Ricardo Frascara nació debajo de un escritorio, en una sala de redacción, al compás de las aguerridas teclas de las máquinas de escribir. Nació periodista en el epicentro del mejor periodismo deportivo de 1950: Félix Daniel Frascara, su padre, Dante Panzeri, Borocotó. Ahora, en plena era de la información y viernes por medio, nos cuenta su vida.
Los relatos que reuní en este cuaderno, que entrego desde hoy hoja por hoja, no constituyen una obra premeditada; son sólo, y tanto, producto del sentimiento y la improvisación, vicios tan argentinos. Pantallazos de vida, tan comunes y parecidos a los de todos en su esencia aunque exclusivamente referidos al nervio expuesto de mi profesión. Los periodistas vivimos una cantidad de vidas paralelas, y esencialmente los gráficos nos nutrimos de la adrenalina que provoca el cierre de cada edición. Curioso destino, marcado por la sinrazón, de esos hombres y mujeres que nunca terminan de crecer, porque guardan la ilusión de modificar algo del mundo con su esfuerzo cotidiano. Creen en la búsqueda de la verdad de los acontecimientos y a ella le dedican todo el aire que respiran. Entre ellos hay estrellas, especie de gurúes, comprometidos guías intelectuales de una falange heterogénea de lectores inquietos; pero conviven de igual a igual, y comen de los mismos platos que una comparsa desesperada de virtuosas ratas de redacción. En el momento de la explosión de la noticia, en el recurso del olfato para seguir el hilo de la información, en el paroxismo de la lucha con el teclado de donde surgen las palabras precisas, está el porqué de la existencia de todos ellos. Al aparecer en la calle cada edición, se cumple el milagro de las redacciones. Esas páginas son el resultado de un caos terminal. Pero como todo en la vida, de aquí surge una nueva necesidad creativa.
Soy lo que soy desde antes de nacer. Más allá de inocularme su corriente genética, mi padre y mi abuela materna, ambos periodistas, me transfundieron claridad de objetivos, humanismo para ver el mundo. Crecí al lado de ellos y sentí el gusto de una profesión vital y sorprendente. Una vez en el ruedo, circularon a mi rededor hombres cargados de ofrendas, como los Reyes Magos de la infancia. Ricardo Lorenzo (Borocotó El Viejo) me ayudó a descubrir la nota en la sencillez cotidiana y supe por él que todo hombre es un protagonista ante tu mirada. Dante Panzeri templó mis armas para la batalla por la verdad, me hizo sentir el rigor de la decencia y el desdén por lo mezquino. Alberto Laya y Ramiro de Casasbellas, dos quijotes de las redacciones, fueron estrictas fortalezas idiomáticas, custodios de las palabras; Eduardo Botta exaltó la agudeza de mi mirada y la búsqueda constante del equilibrio en la crítica. Y de Ernesto Schoo y Tomás Eloy Martínez traté de absorber la gracia y la belleza idiomática. Por último Julián Delgado me transmitió la audacia para abrir todas esas ventanas que tenía entornadas.
Sucumbo a la tentación de rescatar estampas de la vida de mi padre, el primer periodista que conocí. Varias veces, en el transcurso de los años, le escuché decir: “¡Qué linda que es la vida!” Y de esta frase, que en mi adolescencia me parecía obvia, recién hoy puedo alcanzar su dimensión. Apreciar la vida es el principio de todo y, como en varios de estos casos que expongo, enfrentar la muerte es una manera de reconocerse vivo.
Caminaba con mi padre rumbo al colegio. Casi no hablábamos; corría ya en aquellos años una comunicación tan profunda entre los dos; crecía tal expectativa mutua sobre lo que podíamos darnos, que las palabras rompían el encantamiento, salvo que fueran preámbulo de algo desconocido para mí. Nuestros pasos, los grises de él, los blancos míos, seguían un derrotero conocido. Simplemente juntábamos metros de vida, yo rumbo a mi obligación incipiente, él camino a un trabajo que era la menor –o la mejor- carga de su vida. Llegaba a aquella redacción que para mí fue un templo; se acomodaba en la silla de respaldo alto a listones de madera; abría su atado de Particulares, ubicaba el cenicero a su alcance, como para que el ademán de fumar y volcar la ceniza fuera uno solo; atraía la máquina de escribir hacia sí, insertaba la hoja de papel haciendo coincidir los bordes y echaba a andar un ritual. A medida que el cigarrillo sostenido por sus dedos amarillentos se consumía entre sus labios apretados, la voluta de humo que escapaba de su boca ascendía hacia el techo impregnada por esa mirada suave pero penetrante, que se bifurcaba para adentro en busca de la comunión con la fornida Underwood. El ritmo del teclado era un incentivo para su trabajo y de la columna de humo surgían imágenes que sólo él veía. “Yo no entiendo –decía- cómo se puede fumar a oscuras, sin ver el humo”.
Aquella mañana era como todas. Y de pronto iba a ser única. Cielo grisáceo, veredas húmedas tras el lampazo matinal. Los escasos vehículos que entonces circulaban no existían para mí, ni los árboles conocidos, ni las vidrieras opacadas del otoño. El círculo de mi vida se cerraba en torno de dos sentimientos: el de mi frío y el de la comunicación vital que se extendía a través del contacto con la mano cálida de él. Me sentía dueño de su mano derecha. En esa caminata hacia lo conocido desconocido, hubo un impacto que golpeó mi vida, que era la vida nueva, la pequeña, ansiosa de experiencias, abierta a las cosas de afuera. La vida de él era grande y, cuando tenía que hablar, deslizaba en una palabra, en una frase, un pedacito de ella y, al tiempo que mi vida se agrandaba, la de él se iba acotando en esa transferencia. De ese desprendimiento yo no era el único destinatario; nos enriquecía a todos los que lo rodeábamos. Mío era en esas soledades matinales; pero las noches, las madrugadas, lo encontraron dejando palabras en los estaños de Corrientes y San Martín, de Venezuela y Piedras, o en Santiago de Chile… Montevideo. Cuando yo recibía una de esas frases, la atesoraba. Luego las frases fueron creciendo adentro de mí. Aquellas palabras que guardé provenían de su mente, de su alma, en cambio las que él recogió le llegaban de las calles de su Barracas, de los estadios, de los gimnasios y con eso se sentía como un conquistador. Lo que vio lo amó. “Un poco de Chile –decía- no le hace mal a nadie”. Lo subrayó el 9 de febrero de 1962, en su última charla radial, vehículo con el que se mantuvo durante años en comunicación con los hogares, ya que al hablar de deportes interpretaba la vida: “He tenido el placer de visitar la tierra de Chile en muchas ocasiones, desde 1940 hasta ahora. Cada vez que regreso traigo el deseo de volver allá. Santiago, Valparaíso, Viña del Mar, Algarrobo, Arrayán ¡y los amigos!” ¡Y sí eran amigos!; más de medio siglo después aún recuerdo sus nombres, unidos a la revista Estadio.
Aquella mañana que cuento, un impacto visual despertó mi curiosidad. Una cuadrilla de obreros, esgrimiendo picos, castigaba duramente el adoquinado. Le pregunté por qué hacían eso y me dio una respuesta que en ese momento no me sorprendió, pero con el tiempo interpreté en toda su extensión: “La rompen para volver a construirla y así poder romperla nuevamente…” Así supe de la inutilidad de muchas actitudes humanas. Con seguridad cuando él me lo dijo tenía en su interior la amargura de la guerra que ennegrecía a Europa, a esa París que aún sin conocerla –sólo fue ocho años más tarde, en ocasión de los Juegos Olímpicos de Londres- reverenciaba gracias a otras palabras como Anatole France, Chevalier, Notre Dame.
La rompen para volverla a hacer y así poder romperla nuevamente. Ese día no hablamos más, ¿para qué?
(Continuará)