Por Pedro Perucca. La cartelera porteña de cine suele ocultar algunas joyas que vale la pena descubrir. Una de las que pasó sin pena ni gloria por su estreno, más allá de unánimes críticas elogiosas, es César debe morir, la última maravilla de los legendarios hermanos Taviani.
La primera buena noticia implícita es que los hermanos Paolo y Vittorio Taviani están vivos. Los directores de milagros crueles como Padre Padrone (1977) o La noche de San Lorenzo (1982), así como de las bellísimas Kaos *(1984) y Good morning, Babilonia (1987), estaban desaparecidos de las carteleras porteñas desde que a fines de los noventa se estrenaran con muy moderada repercusión Las afinidades electivas (1996) y Tu ríes (1998). Luego colaboraron con un documental colectivo sobre el Foro Social de Génova de 2001, hicieron un par de películas para televisión y, más recientemente, estrenaron El destino de Nunik (2004), sobre el genocidio armenio a mano de los turcos, con una exhibición muy limitada por estos pagos. Así que el documental César debe morir (2012), premiado con el Oso de oro en el último festival de Berlín y próxima representante italiana en los Oscar, ofrece una oportunidad única para encontrarse (o reencontrarse) con estos hoy octogenarios pero evidentemente vitalísimos y lúcidos hermanos italianos.
La otra buena “noticia” vehiculizada por el film de los Taviani ha recibido ya tantas constataciones históricas que ni siquiera califica como noticia: Shakespeare nos sigue hablando, nos sigue interpelando, conmoviendo e inquietando como si no hubiera muerto hace casi cuatrocientos años.
Después de que Paolo y Vittorio atravesaran una buena decena de controles y de puertas de acero para acceder a la representación de algunos fragmentos de La divina comedia por internos de la prisión modelo romana de Rebibbia se dieron cuenta de que ese grupo de actores ofrecía enormes posibilidades dramáticas y de que tal vez pudieran ponerle voz y cuerpo a un texto más cercano a sus difíciles experiencias vitales. En una entrevista cuentan que, junto con el director del proyecto teatral carcelario, Fabio Cavalli, finalmente se decantaron por el Julio César shakespereano “porque las sombras y el estado de oscuridad en la vida de estos prisioneros nos recordaban la fuerza poética de los versos de Shakespeare, capaces de despertar emociones profundas, sentimientos de amistad y traición, homicidio y conflicto interior, el precio del poder y de la verdad. Eran todos elementos que pensábamos que estos hombres habrían vivido en primera persona”. Claro que ahora, “de viejos”, como dicen, se permiten “tratar un poco mal” al eterno maestro inglés: “lo retomamos, desmembramos, deconstruimos y luego reconstruimos en nombre del arte cinematográfico, que es un mundo diverso”.
Siempre sin pontificar, sin exagerar y sin golpes bajos, los Taviani también nos abren una ventana a una realidad carcelaria que suele ocultarse o mitificarse. Como plantea Eugenio Zaffaroni en La cuestión criminal, los únicos discursos que se nos ofrecen sobre el tema carcelario/criminal son, “por un lado, la publicidad mediática de las corporaciones mundiales y su discurso único de represión indiscriminada hacia los sectores más pobres o excluidos; por otro, el discurso de los académicos, aislados en sus ghettos y hablando en dialecto”. Por eso, sostiene más adelante, “todo lo que se diga en criminología es político, porque siempre será funcional o disfuncional al poder, lo que no cambia aunque quien lo diga lo ignore o lo niegue”. En ese sentido la película de los Taviani, que lo saben, es profundamente política en su intento de desnaturalizar y problematizar la delicada cuestión del encarcelamiento.
César debe morir abre con la representación en el teatro de la prisión de la conmovedora muerte de Bruto seguida por un extenso flashback (en hermoso blanco y negro, reservando el color sólo para la puesta) del casting y los ensayos con los reclusos para el montaje de la obra. Allí el texto shakespereano suena extrañamente natural no sólo en italiano sino en la abigarrada mezcla de dialectos propios de los internos (muchos de ellos presos por crímenes vinculados a su pertenencia a la Mafia siciliana, a la Camorra napolitana o a la ‘Ndrangheta calabresa) y la conjura homicida contra César no puede encontrar mejor soporte que el de esos hombres duros, uomini d´onore, acostumbrados a discutir la muerte como parte de las rutinas laborales. Sin embargo, son menos “naturales” los momentos en que los internos “hacen de sí mismos”, las escenas en las que recrean algunos de sus momentos de cotidianeidad carcelaria.
La tercera buena nueva también es obvia, pero no está mal recordarla cada tanto: el arte salva. Algunos de los actores involucrados en la puesta han continuado sus carreras actorales fuera de la cárcel y dos han escrito sendos libros relatándola. El caso de Salvatore Striano, el maravilloso actor que se carga el papel de Bruto, es paradigmático: salió de Rebibbia en 2006, continuó actuando, participó en la multipremiada Gomorra (de Matteo Garrone, 2008) y regresó a trabajar con sus ex compañeros de condena para el documental de los Taviani.
Pero aún para los que siguieron detrás de los muros, algunos con cadena perpetua, la experiencia fue transformadora. Se ve en sus ojos, en la pasión con la que ensayan, con la que repasan los textos. Claro que cuando la realidad es tan dura como puede serlo en una cárcel esta verdad se vuelve complicada, paradójica. El taller teatral de Favio Cavalli, que enriqueció la vida de ese puñado de reclusos, también les mostró lo que podría haber sido, lo que podría ser, una vida distinta, más plena, más libre. Como explicita Cosimo Rega, quien hace de Casio, en una de las vueltas a su celda: “Desde que conocí el arte, esta celda se convirtió en una prisión”. La práctica que ensancha el universo también puede implicar una conciencia más dolorosa de lo perdido. “La crítica no arranca de las cadenas las flores imaginarias para que el hombre soporte las sombrías y escuetas cadenas, sino para que se las sacuda y puedan brotar las flores vivas”, dice por ahí Marx, con razón. Si la operación sólo se quedara a medio camino, en el descubrimiento de las cadenas, esa mayor consciencia sólo implicaría más dolor. Por eso, otra vía posible para lidiar con la perversa experiencia del encierro suele ser el misticismo, la religiosidad, la elección de una serie de voluntarias restricciones respecto del conocimiento del mundo que habiliten la apuesta esperanzada hacia un más allá de compensaciones para las miserias actuales. Quien añade ciencia, añade dolor, dice el Eclesiastés. Por eso los textos sagrados suelen recomendar que se transite por este valle de lágrimas con la cabeza baja.
Pero los Taviani, como han demostrado incansablemente a lo largo de sus más de 50 años de vida cinematográfica, están lejos de concebir al arte como torre de marfil, como ejercicio estético o filosófico sin consecuencias políticas o sociales, o como mera consolación. No por nada son -o eran, vaya a saber dónde andarán sus simpatías políticas hoy, aunque seguro lejos de Berlusconi- socialistas, comunistas, PCI… o sea, viejos camaradas en un sentido amplio. Lo que también es decir optimistas históricos, gente que cree en la potencialidad transformadora del arte y del conocimiento humano. Por eso consideran que su película “cuenta principalmente el descubrimiento del increíble poder y de la grandeza del arte”.
Y para ellos el impacto transformador del arte y del saber no es sólo genérico, destinado a esas hipotéticas futuras generaciones que se beneficiarán de una cosecha siempre incierta, sino que tiene consecuencias políticas actuales y actuantes. Por eso creen que su film no sólo puede ayudar directamente a unos pocos (los reclusos, los que salieron y se rescataron por la vía del arte y los que enriquecieron su vida aún entre rejas) al tiempo que se da testimonio de la barbarie en curso, sino que, yendo más allá, puede contribuir a transformar la realidad, puede “ayudar a mejorar la situación de las cárceles, no sólo en Italia, sino en todo el mundo. Quien lo vea seguro recordará la tragedia de las cárceles italianas, no de Rebibbia porque es una cárcel modelo, pero la situación general en nuestro país es muy fea. Las personas se suicidan o aparecen ahorcadas, conviven en celdas superpobladas. Por todo esto invitamos a la gente a pensar bien antes de votar, es decir, antes de darle el voto a algún César equivocado”.
Y está claro que la recomendación italiana no debería ser desoída en un país en el que investigaciones recientes han calificado las condiciones de las cárceles como “infrazoológicas”, donde se acaba de confirmar como director del Servicio Penitenciario a un personaje más que cuestionado y donde desde los medios de comunicación masivos sólo se escuchan histéricos reclamos de más mano dura y más prisiones.
*Kaos se proyectará en septiembre en el Malba, como parte de un ciclo organizado por Filmoteca Buenos Aires que ningún cinéfilo debería dejar pasar.