Por Lenadro Albani. Uno de los cuentos que integra el libro Caminos y celebraciones, en prensa.
-No tiene buena cara, amigo. ¿Le anda pasando algo?
La noche estaba cerrada y una lluvia fina y sofocante caía reflejándose en las luces de la ciudad. Sentado en la barra de un bar, con el sonido del barrio Sur a su espalda, se dijo que era el último día de trabajo. Observó el decorado del lugar donde entró por casualidad, un poco perturbado, buscando un momento de tranquilidad y con el único pensamiento de finalizar su vida de otra manera. Detrás de la barra, un espejo ocupaba casi toda la pared y sostenía estanterías con botellas vacías y antiguas. A la izquierda, se indicaban los baños. Del otro lado, una puerta vaivén dejaba ver una cocina deshabitada. Al costado de la entrada del bar, se ubicaban dos mesas contra los grandes ventanales que daban a la calle. Las demás mesas se desparramaban desordenadas y sin sentido. Sobre las paredes, mezclados con la escasa iluminación, había recortes de diarios y revistas enmarcados. Adivinó algunos: la derrota de Ringo Bonavena frente a Mohamed Alí, la llegada del hombre a la luna, la imagen de Plaza de Mayo desbordada con banderas de Montoneros.
El mozo detrás de la barra, que le preguntó por su cara, lo miraba, tal vez esperando una respuesta. Era de cuerpo macizo, pocos cabellos, cejas negras y tupidas, y en la cara varias marcas de una enfermedad infantil. Sus ojos eran oscuros como sus cejas y vestía una camisa blanca con rayas celestes.
-Un mal día de trabajo, a todos nos pasa-, respondió.
Pidió un whisky y encendió un cigarrillo. Se dijo que era la última vez, que ya no encontraba razones para seguir con una vida que al principio disfrutaba. Tenía suficiente dinero para retirarse, invertir en algunos negocios y despedirse para siempre de esa ciudad que devoraba a sus habitantes y luego de masticarlos, los escupía a las calles.
Bebió un trago, largó una bocanada espesa de humo y buscó al mozo.
-¿Sabe qué hora es?- preguntó.
-Cuatro de la madrugada-.
-Esta ciudad es un hervidero cuando llueve-.
-No creo que haya un lugar más asqueroso. La lluvia y el calor me hacen rechinar los huesos. Es verdad que los años no vienen solos-, dijo el mozo mientras repasaba la barra con un trapo. -¿Quiere otro?-, le preguntó, mostrándole la botella.
-Por favor, pero esta vez sin hielo-.
En el espejo vio que en una de las mesas había dos mujeres. También venían de trabajar y sus caras parecían deformadas por el maquillaje mojado. Ahora la lluvia caía formando una cortina de agua.
-¿Y qué es lo que lo tiene mal de su trabajo?-, preguntó el mozo.
-Todo. Y un poco más también-.
-Si anda a estas horas despierto, es porque lo que usted hace no debe ser muy divertido-.
-No tengo horarios y lo que hago en algún momento llegó a ser bastante entretenido-.
-La ciudad se va a inundar-, afirmó el mozo al pasar a su lado, en dirección a las dos mujeres que hablaban.
Pensó que la ciudad ya estaba hundida, pero en mierda. A los diecisiete años desembarcó en Bucaramanga City y nunca se pudo ir. A esa edad, imaginaba un futuro rodeado de dinero y noches que siempre terminarían con champang y mujeres en su cama. Eso fue al comienzo, después la ciudad se agazapó, lo encerró y le dejó ver el camino que tomarían sus días. Un amigo lo había convencido de viajar. Los esperaba un trabajo como personal de seguridad de un club nocturno. Sabía hacia dónde se dirigía, conocía todo lo que se decía sobre ese lugar prohibido en los márgenes del río Paraná.
Prendió otro cigarrillo, sacó del bolsillo trasero de su pantalón un pañuelo y se lo pasó por la cara y el cuello. La humedad hacía transpirar las paredes.
-¿Ya pensó qué va a hacer con su trabajo?-.
La pregunta del mozo lo desconcertó. Sus pensamientos estaban en un tiempo lejano, cuando aprendía los secretos de su oficio.
-No tengo mucho qué elegir, o lo dejo o sigo hasta que me aburra de respirar-.
-¿Puede trabajar unas horas menos? Por su cara, hay algo que ya no funciona como antes-.
-No es tan fácil. Podría decirle que tengo responsabilidades bastantes particulares-.
-No se preocupe, a esta altura no me asombro con nada. Es una lástima, pero son muchos años de este lado del bar- dijo el mozo mientras le llenaba otro vaso con whisky.
Si existía salvación, era fugarse a un pueblo escondido entre montañas y arroyos. Ese era su sueño: despertarse temprano, caminar sin sentido ni preocupaciones, olvidar cada lugar en los que mató. Necesitaba tomar la decisión de colgar sus armas y retirarse a tiempo de esta profesión de asesino a sueldo, sano y salvo. Lo que más lo preocupaba era no borrar la imagen de la ciudad aunque estuviera a miles de kilómetros de distancia. En su cabeza tenía un mapa perfecto y exacto de Bucaramanga City. Conocía hoteles de mala muerte y las pensiones más desagradables como si fueran su propia casa. Luego de terminar un trabajo se recluía en estos sitios durante una semana. Al principio fue por protección, pero ahora lo hacía para cerrar los ojos e intentar dormir siete días seguidos y desconectarse de la atmósfera que subía desde el río. Conocía los barrios y cada uno de sus peores sitios, los cabaret que le daban de comer a la mitad de la población, las salas de juego para toda clase de perdedores desahuciados; conocía prostíbulos extraños y de categorías dudosas como sólo en esa ciudad podían existir; conocía dealers, traficantes de armas y mujeres, masoquistas que pagaban sumas siderales a sus amos, psicópatas que deambulaban por las noches en busca de una víctima y políticos que construían su poder con las bajezas más aberrantes nunca antes imaginadas; conocía cada alcantarilla y basurero de Bucaramanga City, por eso descubrió que la ciudad era un reflejo crudo y real de quienes la habitaban, una postal sin máscaras que silenciaran la pobreza, la miseria y la desesperación por sobrevivir.
Pidió el último whisky. Se miró en el espejo y se preguntó cuántos asesinatos había cometido. La cuenta estaba perdida y ni siquiera sabía quién era el muchacho que dejó tendido en un parque horas atrás. Sólo tenía presente un fragmento de la historia de ese cuerpo agujereado por sus balas. El chico se atrevió a quedarse con la virginidad de una jovencita con deseos de amor eterno. Ese no habría sido el problema si el padre de la chica no estuviese tan loco por el dinero. El hombre que lo contrató vendió a la hija a un empresario ruso para que se casara con su primogénita. La única condición impuesta por el comprador era la virginidad de la muchacha y ahora el negocio se había derrumbado como un castillo de naipes durante un terremoto. Estas cosas pasan, pensó, pero en esta ciudad suceden todos los días.
-No lo quiero apurar, pero estamos por cerrar- dijo el mozo después de acomodar unas copas en las estanterías.
-Tengo que terminar con esto-, y sus palabras fueron lanzadas al aire como un ruego.
-No siga amigo, o no va a llegar a buen puerto. No vale la pena sufrir por un montón de billetes, se lo digo por experiencia y mucho más sabiendo que asesinar personas no ayuda en nada a desarrollar la mente-.
Ese hombre que lo aconsejaba sabía quién era él.
-Usted no me conoce-.
-Trabajar acá y a estas horas, hace que se conozcan muchas historias y personas. Se lo digo otra vez, lo que usted hace lo va a terminar consumiendo. Hay que saber salir a tiempo. Eso hice yo-.
Pagó, dejó una buena propina y caminó hasta la puerta. Observó a las dos mujeres que todavía hablaban y bebían vino. La lluvia se había calmado y caía suave y caliente. Se subió el cuello de la campera y salió despacio, rumbo a un hotel que quedaba a unas pocas cuadras del bar.