Por Ulises Bosia. Tras conocerse los resultados electorales adversos para el kirchnerismo, la presidenta salió a enfrentar la situación y dejó definiciones fuertes. Entre ellas, que quiere sentarse “en la mesa con los verdaderos dueños de la pelota”.
“Quiero a los titulares para discutir, no a los suplentes que me ponen en las listas. Quiero discutir con la UIA (Unión Industrial Argentina), con los bancos, los sindicatos… Este es un partido para representantes de intereses”, afirmó Cristina.
El discurso de la presidenta tuvo repercusiones, a tal punto que representantes empresariales se vieron interpelados y respondieron afirmativamente a la “convocatoria”. En consecuencia, este episodio nos deja la posibilidad de entender mejor las relaciones entre el poder económico y el poder político en esta etapa.
Seguramente se trata de una manera de relativizar la fuerza de sus oponentes, y también es cierto que puede ser entendido de manera agresiva por cualquier votante de la oposición, que no se habría dado cuenta de estar votando títeres de las corporaciones.
Por otro lado, estas declaraciones también pueden entenderse en el contexto del llamado “relato” kirchnerista. En ese caso se trataría de inscribir el discurso en la retórica donde se enfrenta “el pueblo contra las corporaciones”, desde luego el primero representado por el gobierno nacional.
Quizás al lector le parezca tirado de los pelos, sin embargo viene a la mente una vieja definición del Manifiesto Comunista. “El gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa”, escribían Marx y Engels hace 165 años. Es decir que para los revolucionarios alemanes, también los políticos eran suplentes de un partido en el que lo que verdaderamente estaba en juego eran los intereses empresariales. Curiosa coincidencia, ¿no?
En una primera mirada, puede decirse que es positivo que el discurso de Cristina haya puesto en evidencia algo cierto, mal que le pese a la oposición derechista. La clase dominante existe y domina, y tiene una influencia incomparable en las políticas públicas, a pesar de que no fue electa por nadie para hacerlo. Y por otro lado, las palabras de Cristina también golpean a todo un estilo del periodismo que gira alrededor de las minucias de la vida política de manera superficial, donde rara vez se muestra la estrecha relación entre el poder económico y el poder político, o sólo se lo hace para hablar de la “corrupción”.
Pero por otro lado el esquema de titulares y suplentes remite a pensar en el lugar que ocupa el propio kirchnerismo. ¿Sería titular o suplente? ¿Por qué? En este sentido el discurso de la presidenta muestra una verdad a medias. Más bien deja entender que en el “partido de representantes de intereses” el gobierno nacional no representaría los de ningún sector corporativo sino en general los del conjunto del pueblo.
Siguiendo con la metáfora futbolística, en consecuencia se trataría de un árbitro ajeno a los intereses de las distintas clases sociales. Esta idea, clásica a lo largo de la historia del peronismo, es una de las claves del discurso kirchnerista, y remite a la concepción de que en la sociedad existen intereses diferentes y que por lo tanto el conflicto social es inevitable. De lo que se trata sería de conducirlo de manera tal de garantizar ningún abuso, es decir un capitalismo serio, una comunidad organizada. En esto el kirchnerismo se diferencia claramente de quienes predican la necesidad del “diálogo” y que los principales problemas del desarrollo de la Argentina se resuelven con más gestión y menos corrupción. Como una de sus tantas respuestas ante la demandas sociales del 2001, el kirchnerismo transformó el significado y le dio un lugar prioritario a la actividad política, a diferencia de la prédica hegemónica durante los años noventa cuando era entendida ante todo como una administración.
Ahora bien, un primer problema es que este discurso no se condice para nada con una década en la que la rentabilidad empresaria en ramas clave de la producción estuvo por encima aún de la de la década del noventa. Si bien existió una mejoría importante para una parte importante de nuestro pueblo, al mismo tiempo también los principales capitales se multiplicaron, se concentraron y extranjerizaron aún más. Es decir que el modo de acumulación que adoptó el capitalismo argentino, administrado por el kirchnerismo, tiene un claro contenido de clase. Y en consecuencia el gobierno no puede tomar distancia de esos intereses como si no tuviera nada que ver con ellos.
Y un segundo problema es que si todo el arte de la política nacional y popular es la administración de los conflictos de las clases sociales, entonces el pueblo argentino queda condenado a sufrir la desigualdad estructural de nuestra sociedad y el dominio de un puñado de ricos aliados al capital transnacional. Sin embargo, los conflictos se pueden resolver definitivamente de manera favorable al pueblo, avanzando sustancialmente sobre las estructuras de la dominación, sobre las grandes rentas del comercio exterior, sobre las grandes multinacionales, sobre las grandes fortunas de los empresarios nacionales. Pero para ello nuestro país debiera parecerse más a Venezuela que a Brasil, y mucho menos a Chile o Colombia. Y su gobierno dejar el traje negro del árbitro para ponerse la camiseta del equipo del pueblo.