Por Juan Diego Britos. El reclamo de los familiares John Carlos Camafreita se hace escuchar. El joven –que soñaba con ser rapero- fue asesinado por un efectivo de la Federal.
John Carlos Camafreita tenía 18 años y soñaba con rapear en un estadio colmado de jóvenes y bellas mujeres. Era morocho, flaco y con una sonrisa que le cambiaba la mañana a cualquiera de sus tantas tías. Era irresistible para las mujeres de su familia numerosa, habitante de una casa a medio terminar que el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires les dio hace más de una década y que aún no acaban de pagar. En esta casa hoy se juntan sus amigos, sus primos, sus hermanos. En esta casa hoy se reza con música de fondo. “Ya no llores por mí. Estoy en un lugar lleno de luz”, repite el estribillo de la canción. Aquí, en la penumbra de este cuarto en llanto, el carretel de los sueños se atascó para siempre.
John murió en el Hospital Ramos Mejía de Balvanera a las nueve de las noche del miércoles 25 de enero. A su lado estaban los dos gendarmes que el Ministerio de Seguridad de la Nación había puesto para garantizar su seguridad y la de sus familiares. John estaba internado desde la madrugada del 21 de enero en coma irreversible por culpa del cabo de la Policía Federal Martín Alexis Naredo, que le disparó por la espalda porque el pibe se negó a parar y mostrar los documentos. El policía había llegado a la esquina de Independencia y Sánchez de Loria junto al oficial Juan Carlos Moreira, a cargo del móvil de la comisaría 8va que respondió al llamado al 911 que alertaba sobre la pelea entre dos grupos de menores.
Los agentes se bajaron del patrullero, intentaron identificar a John y a un amigo de 14 años pero los chicos siguieron su camino y desoyeron a los policías. Naredo, uno de los mejores cinco agentes de la 8va, según el subcomisario Barrios, a cargo de la dependencia, disparó un solo tiro, que bastó para herir a John en la nuca. La bala furiosa dejó tirado al adolescente en el piso; boca abajo y con la mirada ya en otra parte. John aguantó cuatro días en coma irreversible. Su corazón lo impulsó durante largas horas pero dijo basta justo cuando Delia -su madre- y la psicóloga del hospital reclamaban sus pertenencias en la comisaría y los policías se negaban a entregárselas.
Naredo fue puesto en disponibilidad preventiva junto a Moreira pero ninguno de los dos agentes resultó detenido porque el juez porteño Pablo Ormaechea no lo consideró necesario. Una bala en la nuca de un pibe de 18 años no fue suficiente para un juez que durante las 96 horas que John luchó para sobrevivir ni siquiera se reunió con la familia de la víctima para explicar lo que había pasado.
Rápidos de reflejos, los funcionales funcionarios del Ministerio Seguridad de la Nación, a cargo de Nilda Garré, crearon una comisión especial para investigar la actuación de los efectivos. Pero John está muerto y sus familiares dicen que no existe comisión especial que les devuelva al niño que rapeaba hasta para pedir un vaso de agua.
Julio está en cuero porque en su casa no hay aire acondicionado para disfrazar al verano de invierno. Los rulos de la cabeza están húmedos y luce un tatuaje de tinta china en el antebrazo izquierdo. Es uno de los ocho tíos de John. Corre los muebles del living para que luego acomodar el cajón de su sobrino. Está partido por el dolor, al igual que su hermana y el resto de las mujeres, que van y vienen por el pasillo de la casa multifamiliar de Adolfo Alsina al 2500. Estrecha la mano y agradece la entrevista. Interpela con la mirada y dice que desde el inicio de la causa, los agentes de la 8va buscaron encubrir a su compañero plantando testigos. “Dijeron –añade- que tenía un balazo en la panza pero el tiro lo tenía en la cabeza. Estamos con mucho miedo pero a la vez tranquilos: el barrio nos va a ayudar, todos saben que tenemos una policía de mierda”.
John Carlos Camafreita tenía 18 años. Lo mató Martín Alexis Naredo, cabo de la Policía Federal, que le pegó un tiro en la nuca porque no le quiso mostrar los documentos. Hoy Naredo está en libertad, quizás con asistencia psicológica, recibiendo la contención de su familia, agobiado por la incertidumbre del futuro. Quizás no. Quién sabe. Mientras, la familia de John se abraza en este cuarto para no enloquecer. Porque lo que enloquece no es la duda, es la certeza. Y la única certeza es que John está muerto.