Por Rodrigo Oscar Ottonello. ¿Qué es twittear? ¿Quiénes twittean? ¿Qué twittean? ¿Por qué? Acá algunas respuestas.
Primero fue el retwitteo. No confundir con la cita, donde un texto llama a otro texto que le hace de garante. El retwitteo no es menos serio, pero sí menos formal: replica una voz sin sostenerla con una estructura para su verificación. La voz retwitteada es efímera, tenue, discreta, como un rumor. Spinoza (el filósofo más retwitteable del mundo, junto con Nietzsche) habla de una palabra hebrea, ruagh, la cual, a lo largo del Antiguo Testamento refiere a viento, espíritu, aliento, ánimo, respiración, coraje, virtud, opinión, pasión, mente, alma, lado de una cosa. Cuando los antiguos profetas recibían sus revelaciones escuchaban un ruagh, un viento que hablaba o una voz atravesada por el viento, apenas un rumor situado en el borde en el que cabe la duda sobre si realmente se escuchó o no lo que se escuchó. Los escritores del Nuevo Testamento pudieron en cambio retwittear la voz humana de Dios como Jesús: pequeñas historias y frases dichas ante desiertos y mares. Estos retwitteadores escribían y guardaban esas palabras para que ellas no se perdiesen para siempre.
¿Platón fue por lo tanto el retwitteador de su maestro Sócrates que nunca escribió nada y prefirió nomás conversar en plazas y jardines? No. No alcanza con recuperar palabras expuestas a la intemperie. El retwitteo se aferra al carácter fragmentario de lo retwitteado, no intenta llenar todas las lagunas para constituir una imagen monolítica: el fragmento señala y tiende hacia un más allá al que no llega pero al que inaugura, y así confiere grandeza y vitalidad a su fuente, la cual supera toda posibilidad de ser reproducida. Platón, por su parte, trae las palabras de Sócrates como un todo y coloniza completamente a su maestro, mientras el retwitteador goza más bien de la precariedad y del trabajo de hacerla paradójica fuerza. Pero aún si pensamos que Diógenes Laercio -narrador de vidas de filósofos- sí fue un retwitteador griego, todavía estamos lejos de la forma moderna del retwitteo.
Los profetas retwitteaban voces que les hablaban sólo a ellos pero para que las difundiesen. Los apóstoles retwitteaban parábolas que Jesús decía en público. Platón y Diógenes Laercio recogieron palabras que Sócrates y los demás filósofos dijeron en espacios públicos y para cualquiera que quisiese escucharlas. En cambio James Boswell, cuando a fines del siglo XVIII escribió Vida de Samuel Johnson, retwitteó fragmentos de conversaciones privadas entre Johnson y él. Esto último es lo mismo que hizo Adolfo Bioy Casares entre 1947 y 1986, cuando escribía en sus diarios fragmentos de sus conversaciones con Jorge Luis Borges. Ese inmenso trabajo de Bioy, recogido en 2006 en un volumen de más de mil quinientas páginas titulado Borges, es una de las mayores -y mejores- cuentas de Twitter anteriores a la existencia de Twitter. Allí, en pequeñas frases y anécdotas, su amigo Borges aparece admirable y ridículo, genial y asqueroso, cruel y patético.
En 2006, mientras se publicaba Borges, nacía la plataforma digital Twitter, donde los usuarios pueden escribir textos de hasta 140 caracteres a los que puede acceder quien quiera. Cada texto se denomina twitt. Muchos de quienes hacen de la escritura su trabajo (o de quienes intentan que lo sea) vieron a este medio con desconfianza, esgrimiendo que en un espacio tan breve no podían decirse más que pavadas, cosas como “estoy acá”, “quiero aquello”, “no me gusta aquello otro”, “miren esto”. Algunos de ellos decidieron de todos modos probar, accediendo primero por la vía del retwitteo: escribían frases del tipo “citas célebres”, extraídas de escritores consagrados o bien -envalentonándose- forjadas por ellos mismos pero en línea con ese espíritu consagratorio, como en la tradición de las máximas morales, las fórmulas zen o los mensajes para la posteridad. Estos escritores buscan retwittear como profetas y twittear como divinidades (ver por ejemplo @yokoono o @alejodorowsky).
Otros escritores, por vías menos solemnes, han planteado algo mucho más interesante: en lugar de retwittear el tono de sus obras literarias, (re)twittean cierto registro no literario -por decirle de alguna manera- de sus voces como escritores. Estos escritores, vía Twitter, han construido los Boswell y los Bioy de sí mismos, han dado forma a espacios en los que podemos leer sus bromas, sus pensamientos en voz alta, sus odios, sus peleas, sus pasiones, sus ridiculeces, sus asquerosidades, sus vicios.
Se trata de escritores que, a diferencias de muchos de sus contemporáneos, no han elaborado sus literaturas a partir de escenas íntimas, lo que les permite poder dilapidar postales y reflexiones de sus cotidianeidades sin preocuparse por estar quemando sus próximos relatos.
Por otra parte, sería demasiado apresurado decir que en sus cuentas de Twitter están exponiendo sus intimidades, porque allí el tono nunca es intimista, confesional, sentimental ni melancólico. Como el Borges de Bioy, estas cuentas de Twitter son, por sobre todas las cosas, graciosas, sarcásticas, crueles, tanto con sus autores como con aquellos con quienes hablan y discuten. Quienes no gustan de las redes sociales podrán decir que no dejan de ser mero recurso publicitario, mero exhibicionismo… Puede ser. En definitiva, los escritores escriben para ser leídos. Y después de tantos años escuchando a escritores que quieren que sus palabras publicitarias en entrevistas suenen como las de un filósofo, después de tantos años leyendo a escritores que quieren que sus palabras literarias suenen como cuchicheos al oído de una novia, encontrar escritores que prefieren separar un poco las cosas, es casi un alivio. Pienso por ejemplo en Carlos Busqued, autor de la excelente novela Bajo este sol tremendo (2009) y de la cuenta @carlosbusqued. No es el único. Muchos otros escritores y escritoras de la Argentina nos están mostrando que una cuenta de Twitter y un libro no tienen nada que ver, que no hay motivos para que se parezcan ni para suprimir lo uno en nombre de lo otro. Y al hacerlo nos ofrecen excelentes lecturas en ambos registros.
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